Mira que nos gusta a los españoles perder oportunidades. Estuvimos a punto de tener un rey que se iba a llamar Baldomero Espartero Primero. Rima triple, de las buenas. Al final no salió, pero lo compensamos con un rey que se apellidaba Saboya, que también tenía su gracia. El tal Saboya se piró a los dos años porque decía que los españoles éramos unos plastas. Se veía venir.
El tal Espartero era un general muy valiente, tanto como su caballo, así que el rey Saboya, de nombre Amadeo, le nombró Príncipe de Vergara por haber acabado años atrás con la primera guerra carlista. Cuando en Madrid se le quiso dedicar una calle, en vez de hacerlo a Espartero, se le dio el nombre de Príncipe de Vergara. Quizás sea para que no nos confundamos con la calle Esparteros, que está muy cerquita de la Puerta del Sol, porque tenemos una calle Moratín y una calle Moratines y ahí me tenías el otro día volviéndome loco buscando una tienda en la calle que no era.
Así que me dispongo a recorrer la calle Príncipe de Vergara completa, hasta que deja de llamarse así. Porque en realidad, esa calle tiene varios nombres: empieza llamándose Comercio cuando sale del túnel bajo las vías de Atocha y sube en una cuesta infernal hasta cambiarse el nombre a Menéndez Pelayo, vuelve a transmutar llegando a la calle Alcalá y ya tiene el nombre de Príncipe de Vergara hasta que, de repente, cambia a Pio XII, en honor al papa que hubo durante la II Guerra Mundial y que le hacía a Hitler exorcismos a distancia para que perdiera la guerra.
Así que comienzo a recorrer Príncipe de Vergara desde su comienzo en el cruce con la calle Alcalá. Durante el franquismo, esta calle se denominaba General Mola, en honor al cabecilla del golpe de estado que dio pie a la Guerra Civil. Mola pudo levantarse en armas precisamente gracias al apoyo de los carlistas a los que había vencido el Príncipe de Vergara cien años antes, lo que seguro que haría que Espartero se revolviese en su tumba. Murió en un accidente de avión durante la guerra para regocijo de Franco, con el que se llevaba regular.
Y aunque el nombre de la calle se cambió al diluirse el franquismo, hasta no hace mucho aún había un callejón llamado “Pasaje General Mola”. Ahora ese callejón recuerda a Enrique Ruano, un joven estudiante que, según la policía y con la connivencia de la prensa, se suicidó tirándose por una ventana, todo esto tras recibir un disparo que fue lo que en realidad le quitó la vida. Yo conocí al general Mola por ese pasaje y también por un celebrado chiste de mi padre, en el que un transeúnte buscaba esta calle: “-Perdone, ¿General Mola? -Sí, pero mola más capitán general”. Un día os cuento más chistes de mi padre. Este es de los mejores.
Distrito de Salamanca
Tengo buenos recuerdos de este primer tramo de Príncipe de Vergara, quizás porque es el más cercano a la zona donde me crie. En el cruce con Goya había dos cines: el Vergara, donde aguanté junto a mis padres una buena cola para ver Terminator 2, y el Cid Campeador, mi favorito por lo bonita que era la sala. Ahora este cine es una enorme agencia de viajes que siempre está vacía. Un desperdicio, vaya. Una parte del cine Vergara se convirtió en minisalas, pero cuando paso, todavía veo que tienen puestos los carteles de Parásitos y Especiales, precisamente las últimas pelis que vi en cine antes de la pandemia. No parece que tengan intención de retomar la actividad, así que toca entonar otro réquiem por un cine caído.
En pleno corazón del barrio de Salamanca se enfrentan, uno a cada lado de la calle, dos colegios diseñados para dar miedo. Son el Pilar y el Loreto, uno antiguamente de chicos, el otro de niñas y ambos religiosos. Ahora ya son colegios mixtos, pero parecen orfanatos de película de terror o la casa de Quasimodo. A mí los colegios me dan pavor siempre. Guardo pocos buenos recuerdos de mis días en ellos, pero creo que me levantaría todas las noches con sudores fríos si hubiese tenido que estudiar en uno de estos dos.
Llego a la plaza del Marqués de Salamanca, presidida por una estatua del propio marqués, que se arruinó al construir el barrio en el que nos encontramos y al que da nombre. Tiene un poco cara de pensar “quién me mandaba a mí meterme en este lío, con lo bien que estaba yo haciendo cosas de nobles, especulando y yendo a Santander a tomar unos baños”. En una de las esquinas de la plaza encontramos la futura sede del Ministerio de Asuntos Exteriores. Lleva ahí rehabilitándose unos 17 años, y nada, que no lo terminan. Desde que empezaron las obras ha habido ocho ministros de Asuntos Exteriores, tres presidentes del Gobierno y hasta dos reyes. Y mientras tanto, gastando unos cuántos millones de euros en la reforma. El Marqués de Salamanca estaría orgulloso.
Atravieso las calles que recuerdan a los comuneros de Castilla: Juan Bravo, Padilla y Maldonado. Aunque lo de recordar es un decir, porque solo le damos nombre de pila a Juan Bravo y hay que mirar en wikipedia cómo se llamaban los otros. Qué inyustisia, que diría aquel. Juan Bravo, que además es una calle mucho más ancha que las otras dos, es la que tiene las discotecas de pijos. La última vez que anduve por allí, hace ya algunos años, no me querían dejar entrar en una de ellas porque decían que era muy mayor para estar allí. En vez de hacerles caso y darles la razón, la gente con la que iba insistieron a los puertas y al final me dejaron entrar. Acabamos sisando una botella de ron y nos la bebimos en un parque, así que la noche no estuvo tan mal.
Distrito de Chamartín
Llego hasta el cruce con Francisco Silvela, que parece una zona de guerra por el desmantelamiento del scalextric que tuvieron que quitar porque estaba empezando a caerse. Qué buenos tiempos aquellos en los que se construían scalextric y solo se pensaba en el coche. Contaba mi madre que mi abuelo paterno celebraba que la M30 fuera a construirse justo enfrente de su casa, pues sin duda su piso se revalorizaría gracias a que los coches pasaran por debajo de su ventana.
A partir de aquí, la calle está llena de edificios de oficinas, aunque todavía hay alguno de viviendas. Nunca he terminado de comprender esa costumbre de la gente de cierto nivel adquisitivo de vivir donde la gente va a trabajar. Los fines de semana tienen que ser aburridísimos en estos barrios. Una chica de unos 20 años que anda delante de mí aprovecha los reflejos del edificio acristalado de Adeslas para colocarse bien la camiseta que lleva, ignorando que, quizás, al otro lado del cristal tintado, hay un siniestro oficinista fijándose en ella.
Todo me recuerda a una peli de Jacques Tati, Playtime, donde la ciudad, incluso las viviendas, parece la zona de llegadas de un aeropuerto. De hecho, las ventanas de uno de los edificios de oficinas de la acera de los impares imitan a las de un avión. Un espanto. Si yo trabajara allí, estaría sentado en mi silla siempre con el cinturón abrochado, por si acaso el edificio decidiera finalmente ponerse a volar.
Me encuentro con el Auditorio Nacional en la acera de los pares. Con esos ladrillos rojos, parece el ayuntamiento de una ciudad de la periferia construido con los fondos del Plan E de Zapatero. Hace años surgió el dilema de si era mejor construir un nuevo, grande y mejorado palacio de la Ópera y dejar el que había como auditorio o si era mejor construir un auditorio y dejar la Ópera como estaba. Así que nos quedamos con el ayuntamiento de extrarradio. No he entrado nunca e igual es espectacular por dentro, pero se ve que por fuera no le pusimos muchas ganas.
Paso por la plaza de Cataluña, que no es más que un cruce de calles sin que aparezca la tal plaza por ningún lado. Al menos así no tenemos que sufrir a las palomas de su homóloga barcelonesa. Esta zona está llena de sucursales bancarias y de restaurantes de todas las franquicias posibles. No muy lejos, las grúas trabajan en el Santiago Bernabéu y Florentino Pérez se frota las manos. Cuando llego a la altura de un horroroso cuartel de la Guardia Civil, me doy cuenta de que estoy otra vez en zona residencial. Pero está totalmente vacía.
No me cruzo con más de una o dos personas y aquí pueden aparcar hasta camiones de los pocos coches aparcados que hay. Es el barrio conocido como Hispanoamérica, ya que casi todas las calles tienen nombre de países latinoamericanos. Por aquí andan la plaza de la República de Ecuador, la avenida de Costa Rica, la glorieta de Cuzco, la calle Potosí… Y también la calle Colombia que, en su cruce con Príncipe de Vergara, produce uno de los espantos arquitectónicos más terribles de Madrid, con esos edificios color amarillo pollo tan feos y tan todos iguales que dan ganas de ir a un Kentucky Fried Chicken.
Y de repente, tras un repechito, la calle acaba. Así, como quien no quiere la cosa. A partir de ahí la calle se llama Pio XII y ya no hay edificios de colores feos, sino chalecitos de esos que albergan escuelas de negocios con nombres en inglés. Pero antes de que acabe la calle me encuentro con un rincón, una esquinita arbolada sin apenas sombras, que recibe el nombre de jardín de Gloria Fuertes. La pesada puerta que da acceso al parque está solo entreabierta, como si el encargado de abrirla esta mañana no le hubiera echado muchas ganas. Hay una fuente con agua a una temperatura aceptable para rellenar la botella. Toca volver a casa, que ya son las 12.15 y son 7 hasta allí. Tengo que darme prisa, que tengo casi hora y media hasta casa y todavía tengo que hacer la comida. ¡Al menos la vuelta es cuesta abajo!