Lo bueno de perderse por una ciudad es que, aunque te propongas un camino, no siempre llegas a donde esperas. Eso me sucedió hace poco, cuando quise ir a una iglesia y acabé encontrándome con dos cárceles, una que ya no existe y una que dicen que no lo es.
Llevaba meses queriendo acercarme a Carabanchel y conocer la Ermita de Santa María la Antigua, el edificio más antiguo de Madrid con el permiso del Templo de Debod, que no llegó a la capital hasta los años 60 del pasado siglo. Caminando junto a la tapia del cementerio de Carabanchel Bajo llego hasta la ermita y me sorprendo de que ese edificio de arquitectura mudéjar lleve ahí plantado más de 700 años. De repente, me siento muy lejos de las Cuatro Torres, del Pirulí y del Santiago Bernabeu. Estoy prácticamente en medio de la nada, junto a un enorme solar vallado, una chabola y una vereda en la que se encuentra una torre que compite en altura con el campanario de la ermita. Es una torre de alta tensión que, en su base, una pintada pide que desaparezca semejante horror: “Esta iglesia del siglo XIII merece más atención. ¡Fenosa, retira el tendido ya!”.
Pronto me llama la atención que muchos vecinos acceden al solar a través de una cancela sin candado. Me decido a seguirles y me encuentro con varios caminos asfaltados, que en algún momento debieron tener algún propósito y que recorren el terreno desde allí. Por todos lados, malas hierbas y arbustos. De vez en cuando oigo algún ruido entre la maleza y pienso que ojalá se trate de lagartijas y no de algún bicho más grande. Me cruzo con un hombre paseando a un perro y le pregunto por el lugar donde nos encontramos: “Esto era la cárcel de Carabanchel”.
De repente me doy cuenta de que estoy en el lugar sobre el que tanto he leído pero que no era capaz de ubicar bien en el mapa, la cárcel construida al principio del franquismo y que estuvo poblada por presos políticos, ladrones y asesinos. Allí pasaron sus últimas horas reos antes de ser ajusticiados por el garrote vil, allí pasaron largas condenas gente cuyo delito era ser sindicalista, demócrata u homosexual. El lugar donde estuvieron presos Marcelino Camacho y sus compañeros del Proceso 1001 y del que ahora solo queda este solar lleno de malas hierbas, de gente paseando y de cacas de perro.
– ¿Recuerdas cuando la cárcel estaba todavía en pie? – le pregunto al paseante.
– Cuando llegué a Madrid ya estaba vacía, prácticamente en ruinas. Cuando la derruyeron, hubo rumores de que esto lo había comprado Florentino para construir una urbanización, pero ya ves que al final nada.
– Me sorprende que se pueda entrar en el solar, caminar por él… Que las cancelas no estén cerradas ni haya seguridad…
– En realidad no se puede, pero no te dicen nada siempre que no te acerques mucho al centro de extranjería – me dice señalando un edificio al otro lado del solar. De lejos, parece la carpa de un circo con colores alegres, pero la realidad es muy diferente, como descubriré más adelante. Ya sé hacia dónde dirigirme.
De camino, me encuentro lo que debía ser un patio de la cárcel, una zona rectangular asfaltada en la que no es difícil imaginar a los presos jugando una pachanga. Han pasado 13 años desde que se derruyó la cárcel, pero todavía hay alguien haciendo deporte allí, saltando a la comba mientras escucha reguetón. Él me confirma que efectivamente estamos en uno de los patios, concretamente enfrente de donde se encontraba el módulo de mujeres. Y me acuerdo de Matilde.
Pocos días antes de hacer este recorrido tomé unas cervezas con Matilde, una compañera de partido. No nos conocemos mucho aún, pero tiene buena conversación y le gusta contar su historia. Fue entonces cuando me explicó que estuvo allí presa. “Desde el 1 de septiembre de 1973 hasta el 31 de marzo de 1974”, me dice sin dudarlo un momento. Tiene esas fechas grabadas en su memoria, como quien recuerda algo que le quitaron y nunca pudo recuperar. Allí estuvo por ser militante del FRAP, como su marido, ya fallecido. Años después, cuando los últimos prisioneros que allí estaban ya habían sido trasladados a otras cárceles, volvieron a buscar sus celdas. Allí se encontraron con okupas que los invitaron a entrar y escucharon su historia como reos. Cuando su marido creyó encontrar la celda donde estuvo preso, sacaron varias fotos para el recuerdo. Pronto se darían cuenta de que en realidad la celda era otra, pero la batería de la cámara ya se había agotado. “Cuando enseñemos las fotos, no se lo diremos a nadie”, me confiesa Matilde que acordaron.
Matilde sigue formando parte de la plataforma por la memoria de la cárcel, que luchó por tratar de conservar el edificio o, al menos, una parte, como sí se hizo con la Modelo de Barcelona a la que se asemejaba. No lo consiguieron, aunque mantienen algunos carteles allí que tratan de explicar el lugar en el que me hallo. Me encuentro con los carteles, pero están en pésimas condiciones y son prácticamente ilegibles. Es difícil mantener la memoria en un lugar tan árido y desolador.
Llego por fin al edificio que parece una carpa de circo, que resulta ser la Brigada de extranjería del Ministerio de Interior. Está situado frente a la única puerta de acceso a la cárcel que sigue en pie y está rodeado por una fila de gente que me parece casi infinita. Una de las personas que ya está a punto de poder acceder al edificio me cuenta que allí van los extranjeros a renovar sus permisos de residencia. También me confiesa que lleva haciendo cola casi hora y media. Es mediodía, hace más de 25 grados y no hay una sola sombra en toda la zona. Me compadezco de quien tenga que sufrir semejante castigo.
Pero lo peor del edificio no está en la entrada principal, sino en su parte trasera. Allí hay un patio en el que, a pesar de las rejas, se puede observar a gente sentada o tumbada en el suelo. Pasando el rato, quizás porque no pueden hacer nada más. Lo llaman Centro de Internamiento de Extranjeros, más conocido por sus siglas, CIE, un lugar donde los llamados “sin papeles” son encerrados involuntariamente esperando volver a su lugar de origen o ser finalmente liberados. Leo que solo pueden permanecer allí un máximo de 40 días. Pienso que quizás tengo prejuicios y que efectivamente no se trate de una cárcel, pero pronto una locución por megafonía me vuelve a dar la razón: “Todos los internos han de salir al patio. Repito, todos los internos han de salir al patio”. Habrán tirado la prisión de Carabanchel, pero ese lugar sigue siendo años después una cárcel.