Cada vez que tengo la suerte de visitar París, tres son las tradiciones que siempre trato de mantener. La primera es cenar en el Chartier, un restaurante que conserva casi intacta su decoración original de 1896 estilo Belle Époque y donde los camareros, ataviados con chaleco, pajarita, mandil y servicial sonrisa, suman el importe de la cuenta escribiendo sobre los manteles de papel.
La segunda tradición es la de cruzar desde la Île de la Cité a la Île de Saint Louis. Pese a que el único puente que las une es de los menos agraciados de los que cruza el Sena, es uno de los puntos con más magia que conozco, porque da igual a donde miremos, siempre tendremos una vista maravillosa: los majestuosos edificios de Saint Louis en un extremo del puente, el ábside de Notre Dame al otro, el Hôtel de Ville si miramos al norte, y las postrimerías del Quartier Latin cuando dirigimos nuestra mirada hacia el sur. Y siempre, da igual la hora del día que sea y el tiempo que haga, escucharemos la música de bandas o solistas, de guitarras o de acordeones, que aprovechan el lugar para acompañar a los turistas o a los flâneurs que se adentran en esa zona donde comenzó París.
La última de estas tradiciones implica disponer de más tiempo, pero quizás es la que más anhelo cuando llevo varios años sin pisar París. Se trata de visitar el Museo del Orsay, seguramente el lugar del mundo con más belleza concentrada por centímetro cuadrado. Inaugurado en 1986, se encuentra en un edificio que anteriormente servía como estación de ferrocarril, conservando aún su forma de hangar característica. Se aprovechó este lugar para albergar las obras de los grandes artistas de la segunda mitad del XIX, ya fueran impresionistas, preimpresionistas o incluso posimpresionistas. Allí encontraremos a los últimos grandes pintores europeos: desde Toulouse-Lautrec hasta Van Gogh, desde Manet hasta Monet, desde Cézanne hasta Gérôme.
En mi última visita noté que se había llevado a cabo una cierta reestructuración y que muchas pinturas habían cambiado de lugar. Eso no impidió que, cuando creíamos haber acabado el recorrido, no echáramos de menos al menos un par de obras: El pífano, de Manet, y El origen del mundo, de Courbet. Nos atrevimos a preguntar sobre el paradero de ambos cuadros. El pífano se encontraba desde hacía unos meses prestado a la sucursal del Louvre en Abu Dhabi. En cambio, El origen del mundo seguía bajo ese mismo techo, en la sala 20 del museo. Teniendo en cuenta que Gustave Courbet contaba con una sala dedicada en exclusiva a sus pinturas, nos sorprendió saber que ese cuadro se encontraba en otra. Además, ¿cómo era posible que no hubiéramos visto la sala 20 si creíamos haber recorrido todo el museo?
Las indicaciones para llegar a la sala 20 no fueron precisamente sencillas. Primero había que avanzar hasta el fondo de la sala principal y girar a la izquierda. ¿Por aquí? No, quizás sea por el siguiente pasillo, que por aquí ya hemos estado antes. ¿No te pareció entender que había mencionado unas fotos? Por allí hay fotos, ¿verdad? Sí, esa sala llena de fotografías antiguas que hemos evitado antes. Se supone que hemos venido a ver cuadros, no fotos. Espera, al final de la sala de las fotos, ¿no parece que hay otra sala? Pues ahora que lo dices, parece que sí. Vayamos hacia allá. Quizás esa sea la sala 20.
Recuerdo perfectamente la primera vez que vi El origen del mundo. Fue en mi primera visita al Orsay y por entonces poco o nada sabía acerca de esta obra, creada en 1866, y de su autor. Recuerdo la sorpresa que me llevé al ver el cuadro de Courbet, situado en una sala cualquiera del museo y de fácil acceso, y las sonrisas nerviosas de los que se encontraban de sopetón con el cuadro, incluyendo seguramente la mía propia. Su título, a pesar de que parece albergar un intrincado sentido filosófico, no es sino una metáfora de lo que en realidad vemos: un cuerpo femenino desnudo, entre sábanas, donde intuimos el pecho de la protagonista pero donde somos testigos directos de sus piernas entreabiertas y de su sexo recubierto de negro vello, en primer plano y pintado con un inusitado realismo, al que inevitablemente se dirigen nuestras miradas. Ese es, según el que bautizó el cuadro (no consta que fuera el propio autor) el origen del mundo. Los que nos insisten en que no hay nada más atrevido que la Maja Desnuda olvidan, quizás por chauvinismo, que Courbet ganó a Goya en valentía por goleada.
Efectivamente la sala 20 contenía El origen del mundo, así como otras obras de pequeño tamaño del artista. De hecho, el cuadro disponía para él solo de una pared entera, al fondo de la sala, y se encontraba en el centro de ésta. Pero lo que más llamaba la atención era ver el contraste de la cantidad de personas que nos encontrábamos allí con la que había en cualquier otra sala del museo. En los pocos minutos en que permanecimos en la sala, estuvimos nosotros, quienes habíamos buscado con ahínco el camino hasta allí, y algún turista que llegaba casi por casualidad y que, tras la sonrisa nerviosa de rigor, se daba la vuelta en busca de obras más fáciles de digerir. El origen del mundo estaba ahora expuesto, ya no a la vista de todos los visitantes, sino solo de los más inquisitivos y de los despistados.
Por mi parte no había duda: se trataba de una forma velada de censura. Cómo dejar a la vista, diría algún bienpensante, este coño peludo, que podría pervertir la inocente mirada del hijo de cualquier turista americano, o quizás ofender a alguno de nuestros buenos amigos árabes, con sus bolsillos llenos de petrodólares. O a algún miembro de la curia española. Ese cuadro podría haber estado situado en cualquier otra sala del museo, junto a los otros cuadros del artista, o en cualquier otro sitio, pero llamaba mucho la atención que se encontrara lejos de los contemporáneos de Courbet, tras la única sala con fotos de todo el museo, y sin ninguna indicación para poder llegar hasta ese lugar tan apartado.
Nadie podrá hacer reproche alguno a la dirección del museo. El origen del mundo, nos podrán decir, sigue siendo exhibido, y además con honores, presidiendo la sala 20 del museo. Pero en realidad es como cuando una empresa tiene a un empleado que resulta incómodo y al que no pueden despedir. Seguirán pagándole, pero le tendrán oculto en un sótano, enfangado en el archivo, hasta que quizás, algún día, nadie le eche de menos.
Esta siempre ha sido una pintura algo molesta. Su anterior propietario, el psicoanalista Lacan, ocultó la obra debajo de otro cuadro. Incluso su actual propietario, el estado francés, quien recibió la obra a la muerte de Lacan en 1981 como dación en pago por las deudas contraídas por éste con Hacienda, no la mostró al público hasta 14 años después, en 1995. Ya en la era digital, el gigante Facebook, con su mentalidad puritana, llegó a cerrar cuentas de usuarios por compartir en sus muros esta obra, calificándola como “contenido inapropiado” y alegando que la desnudez está taxativamente prohibida en sus páginas, como indican sus temidas reglas de uso. Recientemente, un juzgado francés consideró que esas acciones por parte de Facebook eran abusivas, a lo que la gigante Red Social respondió que solo un juzgado de California, sin duda de mucha más confianza para ellos, podría juzgarles por ese hecho.
No obstante, llama la atención cómo las leyes francesas, supuestamente más liberales que los abogados puritanos de Facebook, tratan de defender el arte contra la estúpida censura, pero mientras tanto, a algún alto directivo de uno de los mejores museos del mundo se le ocurrió volver a esconder esta gran obra maestra de la pintura. Afortunadamente seguirá siendo visitada por, al menos, algún turista despistado.
Courbet siempre ha dado que hablar, considerándose a sí mismo un provocador. Una de sus hazañas más conocidas tuvo lugar durante la Comuna de París y consistió en convencer a varios ciudadanos de que derribaran la columna de la Place Vendôme, un monumento de 44 metros de altura que homenajea el imperialismo de Napoleón, quien se encuentra en su cima ataviado como un general romano. Una vez sofocada la Comuna, el artista fue condenado a seis meses de prisión y a pagar una fuerte multa, mucho mayor que los costes de reparación del monumento, por lo que se vio obligado a huir a Suiza para evitar su pago. Allí murió exiliado pocos años después.
Courbet afirmaba que “si dejo de escandalizar, dejo de existir”. Afortunadamente, 140 años después de su muerte, y a pesar de algunos, Courbet sigue existiendo.