Esta imagen despertó la conciencia social sobre el gran desastre humano que suponía la huida de personas y sobre las consecuencias que la guerra de Siria tenía en toda la región de Oriente Medio. Esa instantánea movilizó la voluntad de personas que acudieron a la isla griega de Lesbos, punto de cruce entre Asia y Europa, para ayudar a que ningún ser humano muriera huyendo de la guerra, la miseria y el dolor. Fue entonces cuando se creó la organización de rescate, que hoy sigue salvando vidas en el mediterráneo, Open Arms.
Hace unas semanas oíamos a Santiago Abascal, líder visible de la formación de extrema derecha Vox, hablar de hundir los barcos que fleta Open Arms, haciendo hincapié en su discurso sobre la perversión de dicha organización.
Una pequeña síntesis del discurso, del líder ultraderechista, sería: los ricos lavan su conciencia social montando organizaciones como Open Arms, incluso viene a decir que los ricos más estúpidos pueden actuar de forma activa en las mismas sin saber que, mientras se divierten en sus recintos blindados, sus conciencias pervertidas y degradadas son lavadas de forma secular sin paso previo por el confesionario – el pecado siempre presente – y que están ayudando a que Europa sea invadida por hordas bárbaras.
Esos invasores bárbaros, a los que se refieren Abascal y los suyos, no son un problema para todos esos ricos estúpidos. No conviven con ellos, no transitan sus calles, no compiten por los mismos puestos de trabajo. Por lo que, cuando los de Vox rizan el argumento, el inmigrante ya no es solo diferente, ajeno, es, además, útil para sus causas más perversas. El inmigrante se convierte en la mano que utilizan para que nuestras vidas no puedan mejorar y estemos condenados a ser sus sirvientes y esclavos.
A veces dan un paso más en el discurso y hablan de infección del cuerpo social. Esto último acaba teniendo cierto predicamento en algunos que creen que la deriva de las políticas progresistas son blandas o han perdido foco. O revolución o nada vendrían a decir. Sin darse cuenta de que su ardor agitado y revolucionario a veces se cocina en los fogones de restaurantes con reservados a tan a fuego lento que su atractivo trasformador se desvanece en tales caldos.
Quien fue elegido en algunos cenáculos portavoz de esta forma de ver la realidad poco tiene que ver con quien pretende identificarse. Supongo que esto era condición necesaria para serlo. Según contó el propio Abascal, al describir sus actividades en alguna que otra comparecencia parlamentaria, nunca trabajó en nada que requiriera un esfuerzo. Eso sí, a cambio de esos trabajos recibía cuantiosos salarios.
Las calles que ha conocido son las que te llevan del hogar de tres o cuatro plantas a lugares donde se fuman puros, toman whiskys y se pasa el polvo a cabezas disecadas de animales. Son calles transitadas por lujosos vehículos con espíritu aventurero que lo mismo sirven para comprar el pan que para tirarte por un barranco, rémoras de los antiguos Land Rover que sustituyeron a los caballos desde los que paseaban por fincas de su propiedad dando órdenes a gente tan humilde y necesitada como las que hoy cruza ese mar.
Quienes más intimidades comparten con ellos son aquellos que hacen posible que su vida pueda ser vivida en las condiciones que exigen como deseable, de tal forma que diluyen intimidad y utilidad en el mismo vaso. Una buena vida, según ellos dicen, sujeta a estrictas, que no escasas, condiciones materiales y sociales. A veces son tan exigentes en las formas y en lo económico que dejan poco lugar para que quien trabaja en que así sea pueda ganarse la vida con dignidad.
Dicen que aquella foto del cuerpo sin vida del pequeño Aylan Kurdi, nada cambió y que todo sigue igual o incluso peor. Pero yo creo que sí cambió cosas. Aquella imagen cambió nuestra forma de vernos, de entendernos. Una imagen así conmueve y necesariamente interpela a preguntarnos qué somos y quiénes son aquellos que viven al otro lado del mar.
Unos sintieron que hay realidades que ni siquiera somos capaces de imaginar, de imaginar el dolor, la angustia o la desesperación que provoca. Otros se conmovieron porque su privilegio se quedó helado, y todos sabemos que el agua helada, a diferencia de líquida, quiebra y rompe, en cuyo caso lo mejor que se puede hacer es esperar a que se deshiele para que esto no pase.
Son imágenes como aquella la que hacen que los individuos se enfrenten a un tremendo dilema, subvertir una realidad que no es comprensible y, por tanto, tolerable o mirar para otro lado esperando a ser premiados por aquellos que se vuelven frágiles al helarse su privilegio y que con esa actitud ayudamos a que no se quiebren. Para que esto último no vaya a ser nuestra elección, lo ideal es que seamos formateados.
En ese formateo para reducir la educación a la mera forma de integración profesional, con un pensamiento limitado, con preocupaciones mediocres, es de lo más eficaz. Conocer será difícil y tachado de elitista. La información destinada a las personas comunes será anestesiada de cualquier contenido subversivo. Nuestra mente buscará lo fútil y se alejará de las artes o la charla. A los más extremos les dará por las formas más antiguas de diversión, maltratar animales, los bufones, ese humor rancio que huele a cerrado, a antiguo, llamar tabernario al que sacia la sed en un bar, como ejemplo. La sexualidad será lo primero, nada tranquiliza más que un orgasmo.
La seriedad será desterrada de la vida, se suplirá por lo ligero para que lo publicitario y su euforia sintética, artificiosa, se convierta en norma para la felicidad y en modelo de libertad. De esta forma quien quede excluido de este sistema no podrá bajo ningún concepto acceder a condiciones necesarias para la felicidad.
Todo aquello que duerma la lucidez será socialmente correcto. Todo lo que despierte nuestras sospechas será ridiculizado, sofocado y combatido. Cualquier doctrina, acto o acontecimiento que desafié el sistema será designado como subversivo y por tanto terrorista y quien lo apoya será tratado como tal. En fin, todo lo que nacerá de esto convierte al ser humano en un ternero, nos conviene recordar el empeño culinario por suavizar que se gesta en algunos salones, necesitados de vigilancia.
Decir que habría que hundir un barco es un claro ejemplo de las consecuencias de lo arriba expuesto. Solo el hecho de sugerirlo debería hacer que todos entendiéramos la gravedad de lo que se dice y pretende. Mirar para otro lado solo servirá para seguir formando parte de algo que no nos hace ser más humanos, pero, por desgracia, si más felices.
P.D. – Una flotilla de barcos intentó llegar a Gaza la semana pasada y el mismo dilema se volvió a plantear, hundirlos por terroristas o dejarlos pasar para salvaguardar un poco la humanidad.