Una esterilla y una manta son mi único equipaje. Voy a coger un vuelo a mi interior, una ruta por la senda que no puedo eludir. He de sondear mi pequeño mundo; y voy guiada por los sonidos del Gong.
El punto de salida lo anuncian unos sonidos suaves, que me invitan a partir sin andar, a recorrer caminos en quietud, con este vehículo que nos es dado: el cuerpo. Y el sentir.
Sin previo aviso, un tambor suena y resuena fuerte, sin piedad, y me desplomo desnuda en la tierra. Son golpes que van directamente a mi tripa, donde un segundo antes había llevado mis manos protegiéndome, guiada por mi intuición, tal vez. No pongo resistencia pero, ajenos a mi buena intención, estos truenos entran en mí, haciendo añicos una gran mole de piedra, construida desde antiguo en mis entrañas. Literalmente siento cómo se desintegra lo más profundo de mi ser, lo que me conecta con la madre tierra y hace de mí, un hilo conductor creador de vida. Mi maternidad se ha roto, y yo con ella.
Es un gran dolor el que siento, y lo soporto. En un punto la tierra me atrae hacia sí. Y yo me adentro en ella, me pierdo en ella y al fundirme con ella, me libera de mi culpa, me perdono y me regenera. Mi ego se ha vuelto difuso, pues soy lavada en el suelo por la intensa lluvia, como simple piedra. El cielo se cae a gotas y la tierra me recibe entera […].
Sin sentido lógico de continuidad, al compás de un palo de lluvia, ahora me sé hecha de arena, y agitada sin cesar en un continente indeterminado. Dominada por la inquietud, por mi carencia de unidad, me siento a merced del viento, tormenta o fuerza superior que me vapulea caprichosamente; arriba y abajo, a un lado y a otro, con violencia. Con la aceptación de lo que soy, o de lo que no soy, llega la calma. Soy solo arena, no pasa nada.
La energía sonora sigue recorriéndome sin pausa; sus ondas amasan mis riñones, el estómago y la garganta. Llegando al cerebro se detienen, comienzan a sacudir y a despertar neuronas entumecidas, las desprograman y las reaniman. DESPIERTO. Y no encuentro ya la diferencia, entre mi carne y el eco. Mi cuerpo no pone ninguna resistencia. Siento que el lastre soltado me hace liviana, y soy un ser más grande que yo misma. Ahora todo es calma. Todo es expansión y según se aleja el sonido, llega la luz; silencio y luz.
Una melodía de flauta surge; apacigua el espíritu y nos reconcilia con la tierra, nos hermana con los árboles y su madera, a través del viento y del aire que la hace sonar. Sensación de levedad espiritual ahora con campanillas, ligeras como pájaros en pleno vuelo. Llega la siembra: de alegría el corazón arbóreo, de sabia todas sus venas, y de amor las ramas llenas.