El hombre de la fotografía tiene aspecto de estudiante en tránsito. Mira el mundo a través de unas gafas corrientes, de esas que utilizan las personas que leen con atención hasta las guías telefónicas. Su rostro atravesó como un rayo las puertas y ventanas de las casas de todos los habitantes del planeta gracias a las pantallas de televisión y a los terminales de ordenadores y teléfonos, haciéndose tan conocido y reconocible que todo el mundo sabe su nombre y lo que hizo. No se puede decir que su cara sea especial, de esas que se recuerdan al primer golpe de vista. No. Sus facciones son bastante corrientes, si estuviera rodeado de gente no llamaría la atención, pasaría desapercibido como un tomate vulgar dentro de un cesto lleno de tomates vulgares, seleccionados en ristra por su calibre y color en el mostrador de un supermercado. Seguramente, su aspecto corriente ayudó mucho a que le contrataran en el lugar del que se despidió.
Cuando abandonó su empleo se diferenció, dejó se ser un tomate más del cesto, no por el hecho simple de irse, sino por las razones que le empujaron a ello. Sus razones dieron la vuelta al mundo en infinitos ecos repetidos al instante a golpes de clic, que hicieron del hombre de la fotografía una rareza de la especie, capaz de ser reconocido por cualquiera. Lo más paradójico es que se entrenó durante años para ser invisible. Y lo había conseguido. Tenía dos identidades, la suya propia e íntima, la de la huella dactilar y otra oculta encriptada dentro de un código secreto, tan secreto que su nombre era una clave de acceso: S-164265216. Algo comenzó a ir mal en esa identidad suya, propia e íntima, tan mal que obligó al hombre de la fotografía a contar una parte de lo que sabe y difundirlo a los cuatro vientos.
La parte que contó estalló en la cabeza de los poderosos de su lugar de origen –un país enorme, no solo por su tamaño, que lo tiene, sino por el miedo que infunde a los otros países, tanto si son sus aliados como si no lo son– pringando la realidad de un rojo viscoso, como cuando se lanza con fuerza un tomate maduro contra un muro.
Los poderosos de los demás países reaccionaron como las fichas de dominó cuando la primera cae sobre la segunda, en cascada. Muy inquietos todos, pero por distintas razones. La ciudadanía consciente del Planeta, en cambio, reaccionó con indignación, porque de repente el Gran Hermano de Orwell dejó de ser una distopía literaria de la noche a la mañana transformándose en radiografía de realidad.
Lo que difundió a los cuatro vientos el hombre de la fotografía es que su país, ese gran país que en las películas de marcianos se identifica con el Planeta entero, espía a todo el mundo: a los aliados, a los enemigos, a los ciudadanos corrientes, a los que no lo son, a los delincuentes, a los terroristas, a los que no son delincuentes ni terroristas, a los menores de edad, a los mayores, a los ancianos, a los empleados, a los que están desempleados, a los que consumen, a los que beben, a los que fuman, a los que aman, a los que no, espían incluso tanto a los que se meten un dedo distraídamente en la nariz cuando van al volante, como a los que observan la etiqueta más pulcra…en fin, de repente todo dios supo que se espía hasta a los gatos gracias a los avances de la tecnología y a la colaboración inestimable de las empresas que se dedican a la comunicación. También se supo que los aliados ayudan a espiar a ese gran país y que se espían entre ellos y son espiados a su vez, en una especie de pilla pilla planetario de ojos y oídos que todo lo ven y todo lo escuchan.
El hombre de la fotografía explicó, difundió, contó, relató, desmenuzó palabra por palabra que se guarda en enormes archivos informáticos hasta los pálpitos de los corazones de todos los habitantes de la Tierra.
S-164265216 sabía todas las cosas que decidió difundir a los cuatro vientos porque era una de las piezas del engranaje, formaba parte de los miles de trabajadores de los servicios de inteligencia de ese gran país. Su trabajo consistía en examinar todos los pálpitos para detectar las arritmias y lo que es peor, las posibles taquicardias.
Un día se dio cuenta que examinar todos esos pálpitos le estaba produciendo un nudo enorme en sus principios y decidió contar una parte de lo que sabe. Esa identidad suya, la propia e íntima, la de las huellas dactilares, no podía vivir con ese barullo de latidos de corazones ajenos golpeando su conciencia y estalló, derramando paquetes de información confidencial como una presa que se desborda tras un fenómeno meteorológico extremo.
Su identidad saltó a la fama y tuvo que darse a la fuga con toda celeridad, porque los poderosos de su país le acusaron de traición a la patria y dictaron una orden internacional de busca y captura inmediata. Su rostro de estudiante en tránsito ocupó la escena mundial, igual que las fotografías de los malhechores de las películas de vaqueros ocupaban hasta la corteza del último árbol seco del desierto más perdido de Nuevo México.
El hombre de la fotografía no es el primer caso de disidencia que sucede, desde el inicio de los tiempos muchos como él han sido capaces de poner al límite del abismo al poder de turno, porque los poderosos, por mucho que se esfuercen, nunca han podido controlar del todo el factor humano.
Los poderosos mostraron su miedo cuando acorralaron a S-164265216 –un solo hombre, que se refugió como un pajarillo con las alas atadas en una de esas salas de tránsito de los aeropuertos internacionales– con todo un arsenal de presiones y equipos policiales como si llevara bajo la ropa una bomba nuclear. Afortunadamente S-164265216 eligió bien su refugio porque, según una de las pocas normas que todos respetan, esas salas son inviolables, funcionan como si fueran nuevos templos sagrados en los que se ponen a salvo las almas en tránsito.
El hombre de la fotografía no está solo. Desató todo un movimiento de disidentes, que sufrían un nudo enorme en sus principios. Muchos salieron en tromba del cesto de los tomates y acudieron a las salas de tránsito de los aeropuertos internacionales para contar todo lo que saben, desatando una tomatina de información secreta que pringó de rojo las caras de los poderosos, como en un festival levantino improvisado.
Los poderosos del mundo están acorralados, no hay suficiente agua para limpiar tanto pringue de tomate.