No me pude resistir a la presión atmosférica, y he acabado haciendo un hueco en mi agenda a base de puro martillo pilón, para leer la obra ¿Qué es la historia? del historiador británico E. H. Carr (1892-1982). Este tipo de acciones de perforación súbita suelen ser arriesgadas, ya que cuando uno se dispone a leer algo para lo cual carece del tiempo necesario, si esa lectura resulta decepcionante puede causas una ira incontrolable para quien realiza tal maniobra. Por suerte, este no fue mi caso. Diría incluso que la obra superó mis expectativas.
En el libro se recoge una serie de conferencias sobre historia e historiografía que el autor expuso en los años 60, versando principalmente sobre el objeto, el método y la finalidad de la historia, para concluirla con la particular exposición de Carr sobre lo referente a la objetividad en la historia (quizás la parte más contradictoria pero interesante de la obra). Carr es uno de los titanes de la historiografía occidental, más concretamente de la británica, enmarcándose en la corriente “marxiana” de la misma (siendo más preciso denominarlo estructuralista, como Thompson y Hobsbawm), destacando sobre todo por su estudio del ámbito de Europa del Este. Pero curiosamente lo que engrandece esta obra en concreto es que no resulta ese pesado y tedioso relato estructuralista de la mayoría de los historiadores que se autoerigen como “marxistas”, destacando la mención a Marx en un par de citas puntuales y poco concretas.
El londinense presenta la cuestión central de su exposición de la siguiente forma: “Cuando tratamos de contestar a la pregunta ¿Qué es la historia?, nuestra respuesta refleja nuestra posición en el tiempo, y forma parte de nuestra respuesta a la pregunta, más amplia, de qué idea nos formamos de la sociedad en la que vivimos. No temo que parezca trivial, visto más de cerca, el tema escogido. Solo me asustaba parecer pretencioso por platear problema tan amplio e importante” (p.11)
Uno de los puntos que más me impresionó fue la facilidad con la que el autor desmonta los principales dogmas del liberalismo (tan nocivos aún hoy en día para la historiografía), enfocando el problema principal en la retórica del “individuo absoluto”, muy poco aplicable a un ser social como es el ser humano. Otro de los principales aportes de esta obra, desde mi punto de vista, es la fuerte crítica que el autor hace hacia esa visión de la historia catastrofista e identitarista que se rige por el concepto metafísico de “civilización”, que tantos estragos hizo en las islas británicas a raíz de las tesis de Toynbee, en paralelo a las de Spengler en el continente (que parten de la tradición de construcción de granes filosofías de la historia emanada de Hegel). Carr zanja esta cuestión de modo bastante jocoso, parafraseando a A.J.P. Taylor:
“Toda esta discusión acerca de la decadencia de la civilización no significa más que una cosa, que los profesores universitarios suelen tener servicio doméstico y ahora en cambio tienen que lavar ellos mismos la bajilla” (p. 152)
Como no, en todo buena obra de historiografía que se precie, no podía no haber una referencia al nudo gordiano de la historia desde que esta aspiró a ser una ciencia: la relación del historiador con los hechos históricos, que Carr expone de forma muy lúcida a través de un símil marino, como buen británico, afirmando que en este sentido navegamos “entre el Escila de una insostenible teoría de la historia como compilación objetiva de hechos, de una injustificada primacía de los hechos sobre la interpretación, y el Caribdis de otra teoría igualmente insostenible de la historia como producto subjetivo de la mente del historiador, que fija los hechos históricos y los domina en base al proceso interpretativo, entre una noción de la historia con centro de gravedad en el pasado, y otra con el centro de gravedad en el presente” (p.39). Resulta un tanto desalentador que aún hoy en día sigamos estancados en cierta medida en este debate. Posteriormente Carr realiza una crítica muy sagaz contra el viejo positivismo que sobredimensiona los “hechos”, pero quizás sin mostrar una alternativa viable al mismo.
Una parte que me decepcionó un poco fue el referente a Freud, que el autor define de modo muy preciso: “Por su formación y origen era un individualista liberal decimonónico, y aceptaba sin discusión la premisa, común pero equívoca, de una fundamental antítesis entre el individuo y la sociedad. Freud al enfocar al hombre como ente biológico antes que social, tendía a tratar el mundo circundante social como algo dado históricamente en vez de como cosa en constante trance de creación y de transformación por el hombre mismo” (p. 188). Sin embargo, Edward H. Carr acabará aceptando ciertos postulados del psicoanálisis (supuestamente la parte racionalista del mismo), lo que sumado a su negación de la objetividad en la historia (lo que nos remontaría a la hermenéutica de Kanto, si no a la de Parménides) son dos de los grandes pilares del pensamiento posmoderno de nuestros días, y que limitan tanto nuestra ciencia.
Pero bueno, esta pequeña crítica final no desmerita un ápice el valor de la obra, siendo muy recomendable para todos aquellos que se quieran acercar al mundo de la historiografía desde 0, para luego introducirse con más solvencia en la lectura de otros clásicos como Apología para la historia o Combates por la historia.