Las mataron de madrugada, en la tapia del cementerio. Intramuros. Eran trece chicas. La mayor tenía 29 años; la menor, 18. Esos hijos de puta, esos cobardes, fusilaron a trece chicas la madrugada del 5 de agosto de 1939. La guerra había terminado hacía cuatro meses y los cobardes empezaron a hacer limpia. Cada 5 de agosto se lleva a cabo un homenaje para recordar esta infamia cometida hace ya 82 años. Me paro a observar una placa sujeta a la tapia que recuerda sus nombres y sus edades. Es imposible no estremecerse al leerlos. La noche antes del fusilamiento, una de las rosas, Julia Conesa, escribió a su madre: “Tu hija que ya jamás te podrá besar ni abrazar… Que no me lloréis. Que mi nombre no se borre de la historia”. No te preocupes, Julia, yo voy a recordarte siempre. Todavía quedan algunas de las flores que dejaron el día del homenaje, siempre rojas, amarillas y moradas. Las flores ya están marchitas, pero la memoria nunca lo estará.
Desde el fin de la guerra hasta cinco años después, 2.936 personas fueron fusiladas en la tapia del cementerio. 2.936 fusilados en un mismo lugar. Y hubiesen sido más si no les hubiese importado el qué dirá la comunidad internacional, que ya estaba tratando de dar carpetazo a la II Guerra Mundial y quizás se fijase entonces en las masacres que estaba llevando a cabo ese pequeño dictador. Trato de imaginarme cómo fueron los últimos segundos de las personas con las que acabaron allí. Es una frivolidad, lo sé. Tratar de ponerse en esa situación te lleva a lugares a los que no quieres volver. Intento imaginar qué escucharon. Hoy se escucha el ruido de los camiones que pasan por la actual Avenida de las Trece Rosas, pero ellos debieron escuchar el silencio más atronador jamás imaginado. Un silencio que solo romperían los disparos de sus asesinos.
Un monumento situado en la entrada Oeste del cementerio recordaba los nombres y apellidos de esos 3.000 fusilados junto a unos versos de Miguel Hernández, hasta que el alcalde Martínez Almeida llegó a la alcaldía y encargó a los mismos operarios que construyeron el monumento que retiraran los nombres. El monumento sigue en pie, desconchado. A sus pies, alguien ha dejado algunos guijarros en los que hay escritos nombres de fusilados. Apenas son cien nombres de los tres mil que deberían ser recordados allí.
Cuando se inauguró a finales del siglo XIX, el cementerio de La Almudena, se encontraba alejado de la ciudad. Ya no está tan lejos: la ciudad creció para albergar a los vivos y también creció el cementerio para albergar a los muertos. Ya no puede crecer más, está limitado por avenidas y autovías, pero aún así sigue acogiendo más de 7.000 nuevos huéspedes cada año. Impresiona verlo a vista de pájaro en Google Maps. Se aprecian su forma original de cruz griega y sus diferentes ampliaciones. Pero impresiona más desde dentro, al ver cómo las tumbas se distribuyen en diferentes alturas, siendo el centro de la cruz el punto más alto. Cuando vemos que varias líneas de autobús recorren su interior nos damos cuenta de su enormidad: es el cementerio más grande de Europa occidental, es incluso más grande que el casco histórico de Segovia.
En una zona noble del cementerio, cerca de su entrada principal, se encuentran otros dos mausoleos que, estos sí, permanecen sin alteraciones. Uno recuerda a los caídos de la División Azul, aquella unidad de voluntarios españoles que apoyó al ejército nazi en su estúpida y sangrienta invasión a la Unión Soviética. El otro recuerda a los soldados y falangistas que murieron en el Cuartel de la Montaña, el edificio que ocupaba el lugar donde ahora se asienta el Templo de Debod, quienes se sublevaron el día que comenzó la guerra pero fueron dejados a su suerte por el resto de militares golpistas. Una placa con el emblema de la Falange les considera “mártires caídos por Dios, España y la Falange”. Otro asegura que “ante Dios, nunca seréis héroes anónimos”. Una forma barata e inteligente de evitar tener que poner los nombres de quien murió allí.
No muy lejos se encuentra el mausoleo de la familia González Flores, donde reposan los restos de Lola Flores, su hijo Antonio y su marido “El Pescaílla”. Junto al mausoleo, una estatua recuerda a Lola en plena actuación, ondeando su mantón. Junto a ella, una estatua de Antonio, descamisado y tocando su guitarra. Alguien barre con mucha dedicación el suelo a los pies de las estatuas y entra en el mausoleo con un plumero para quitar las telarañas a las tumbas. Le pregunto si es empleado del cementerio: me responde que no.
– Mi padre le prometió a Rosario y a Lolita que limpiaría este mausoleo todas las semanas mientras pudiera. Ya no puede, está mayor -me señala un coche cercano donde un señor de más de 80 años me mira desde el asiento del copiloto- así que yo he heredado esa promesa.
– ¿Pero tu padre conocía a la familia Flores?
– Mi padre es primo de Lola. Ella se portó muy bien con él y por eso mi padre hizo esa promesa. Venimos todos los viernes a limpiar. Por circunstancias, no podemos irnos de vacaciones, así que no fallamos ninguna semana.
– Aunque yo solo tuviera 14 años, recuerdo perfectamente los días en los que murieron Lola y Antonio, con solo dos semanas de diferencia.
– Yo estuve con Antonio la noche que murió. Estuvimos dando una vuelta y luego nos despedimos. Cada uno tomó un camino. Yo fui a casa, no sé a dónde fue él ni qué se tomó. A la mañana siguiente, mi madre me llamó por teléfono para decirme “Ha muerto Antonio”. “¿Antonio padre?”, pregunté yo. Y no, era el hijo -me dice mientras se le humedecen los ojos. Le digo que ya le dejo en paz para que pueda seguir con su faena.- Lo que peor llevo de esto son las telarañas. Las limpio y una semana después ya está todo lleno otra vez. Pero lo tenemos muy bien cuidado. El otro día alguien se llevó una de las macetas que teníamos bajo la estatua de Lola. No hay nada más ruin que robarle a un muerto.
La muerte nos iguala a todos. La estrella de la copla Estrellita Castro descansa eternamente a pocos metros del deportista de élite Fernando Martín, quien murió en un accidente de coche en la M30 a finales de los 80. Paseando entre sus tumbas me encuentro a dos señoras que parecen perdidas. Con la ayuda de un plano tratan de encontrar una tumba que no son capaces de dar con ella. Una de ellas me explica a quién buscan entre tanta lápida: “Trabajé para esta señora durante 10 años. Era un angelito. Ahora vivo en Valencia, pero quiero aprovechar que estoy pasando unos días en Madrid para presentarle mis respetos”. Con la ayuda del mapa, damos con la sección donde se encuentra la tumba y, tras mucho buscar, con la tumba en concreto. Me alejo de allí mientras veo que la mujer deposita una flor sobre la lápida.
Sigo caminando y encuentro otro monumento dedicado a otra heroica gesta militar. Este recuerda a los “héroes” de Cuba y Filipinas. En uno de sus laterales, una placa en primera persona asegura que “muriendo por ti, España, cumplimos nuestro deber”. Qué tristeza da saber que no murieron por España, sino que lo hicieron por las ansias de poder político y económico de los poderosos a los que rendían pleitesía.
Un gato de pelo color canela no deja de mirarme mientras me dirijo al crematorio del cementerio, hasta que se cuela bajo unas lápidas en ruinas. En la puerta del crematorio, un hombre llora, tratando de pasar por un trance que yo mismo viví cuando tuve que despedirme allí mismo de mi madre hace ahora exactamente tres años. Saliendo del cementerio y cruzando la empedrada avenida de Daroca, llego al Cementerio Civil, donde se enterraban a aquellos librepensadores que no deseaban reposar en campo santo. Aquí se encuentran las tumbas y mausoleos de personalidades de la política como Pablo Iglesias (acompañado de las banderas del PSOE y la UGT), La Pasionaria, Marcelino Camacho, Largo Caballero… También descansan aquí escritores como Pío Baroja o el fundador de la Institución Libre de Enseñanza, Francisco Giner de los Ríos. Es un cementerio coqueto, pequeño, muy ordenado. Me llama la atención ver en las lápidas un alto número de nombres alemanes. Los extranjeros no podían ser enterrados en el Cementerio de la Almudena, ya que antiguamente solo podía albergar a católicos. Actualmente, cualquier persona puede ser enterrada en cualquier cementerio español con independencia de su confesión religiosa, por lo que ahora este cementerio civil es principalmente un lugar histórico.
Encuentro una pequeña puerta metálica verde en la tapia que da acceso al cementerio judío. Es un cementerio pequeño, con no más de cien tumbas. Destaca por la sobriedad de las lápidas, que prácticamente no tienen ningún adorno, exceptuando algunas pocas estrellas de David. Los cementerios suelen ser lugares tristes, melancólicos, pero este da sensación de frialdad, de asepsia. Llama la atención ver cómo en un mismo lugar, varias confesiones honran a sus muertos de diferentes maneras. Me sorprende que este cementerio no tenga acceso directo a la calle, por lo que debo volver sobre mis pasos y atravesar nuevamente la puerta metálica verde. Caminando junto a la tapia de La Almudena por la avenida de Daroca, pronto me encuentro en la puerta principal. En la zona arbolada que se encuentra frente a la entrada hay aparcados numerosos camiones. Los coches atraviesan la rotonda a toda prisa y varios viajeros se suben al autobús 15 con destino a la Puerta del Sol. Dentro del cementerio solo había silencio, pero aquí fuera, la ciudad está llena de vida, incluso en agosto. Ya tendré tiempo para volver a La Almudena pero ahora necesito disfrutar de este bullicio.