“He viajado a través de las edades; pasé a través de los cuerpos y de los tiempos de los cuerpos sin tener conciencia de que había dado con la recóndita estrechez de la más ancha puerta.”
Alejo Carpentier, Los Pasos Perdidos, 1953.
Enraizada a la cuenca mediterránea, la génesis de la antropología se puede rastrear a través de un largo viaje temporal, aunque no excesivamente lejano en términos geográficos. La Grecia Clásica ve nacer entre sus pensadores un interés en el ser humano como animal cultural, con divergentes formas de organización social, costumbres y creencias, actuación y pensamiento. Los tratados que estos filósofos dedican al hombre y su cultura marcan la prematura gestación de un embrión que, con los siglos, evolucionará hacia posturas más elaboradas y con escasos puntos comunes con aquellos.
El anthropos en torno al cual se centran aquellas disertaciones sigue ocupando hoy día el lugar central de las modernos estudios.
Aún así, las preguntas “¿qué es el ser humano?”, “¿de dónde surge la diversidad de su conducta?” o “¿qué nos hace humanos?” seguramente ya hubieran sido formuladas con anterioridad y, con probabilidad, en diversos lugares independientemente. Incapaces de mirar más allá de nuestro ombligo, otorgamos la primicia a la cuna de nuestro modelo civilizador.
Durante toda la Edad Moderna y hasta hace dos siglos, diversos sabios y aficionados de alta capacidad continuaron con los interrogantes que los griegos de la rutilante antigüedad se habían planteado como tema de estudio. Los viajes a nuevos mundos recién abiertos, los contactos con tradiciones tan diversas como diferentes potencian las incógnitas. El carácter de las teorías es intercisciplinario, así como múltiples son los presupuestos intelectuales y puntos de vista desde donde nacen. Se abarcan todos los campos del conocimiento, implicándose unos con otros para forjar explicaciones satisfactorias a las preguntas que se multiplican. La razón y la experimentación se van transformando en paladines del saber. De Brosses, Hobbes, Rousseau, o Locke entre otros muchos se vuelcan en tratados sobre religión y política de pueblos “simples”, reflejando opiniones no carentes de interés que repercutirán en diferente medida en siglos venideros. De nuevo, desde dentro se miraba hacia fuera con unos prismáticos prestados de siglos atrás.
La antropología moderna que hoy conocemos da los primeros pasos dubitativos en el siglo XIX, en plena sociedad victoriana, entre ampulosidad y refinados modales. Los salones hierven en debates caldeados por opiniones contrapuestas. Un ingente número de teorías nacen en estos momentos para tener diferente vida. Algunas, prolongarán su sombra hasta nuestros días. Otras, la mayoría de ellas, tendrán vigencia un breve periodo de tiempo para luego caer en el olvido derruidas por réplicas feroces. En estos momentos los principales teóricos de lo que podríamos ya denominar antropología se empeñan en la búsqueda de teorías universales, explicaciones únicas a fenómenos culturales reiterativos en todas las sociedades. La religión, entre ellos, es una de sus obsesiones y uno de los principales exponentes de la forma de entender la investigación antropológica.
Es el momento álgido de la razón y el positivismo como antítesis del oscurantismo que la religión representa. En gran parte debido a esto, la erudición de las ciencias sociales se vuelca en la recuperación de los orígenes de las creencias mágico-religiosas. Para comprender su génesis se supone se debe indagar entre los pueblos más simples que se conocieran, considerándolos como la humanidad que encarnaría los albores de la cultura. Teniendo en cuenta que la sociedad victoriana occidental es el punto más alto en esa línea recta que es la evolución, los escalafones anteriores no representan más que un descenso hacia esas bandas nómadas cazadoras-recolectoras que se diseminan en partes remotas del mundo y que serían el arranque evolutivo hacia la culminación de ese trayecto unidireccional en la sociedad europea de la segunda mitad del siglo XIX.
Desde sus salones y butacas, estos pensadores urden interesantes opiniones no exentas de saber y competencia al tiempo que realizan estudios del tipo de los que el eminente E. E. Evans-Pritchard (1965) ha denominado, irónicamente, “si yo fuera un caballo…”. Esto es, desde nuestras categorías y patrones de pensamiento, imaginar lo que un individuo de la etnia maorí pensaría acerca de cierto fenómeno o como interpretaría determinado acontecimiento. Inferir que un maorí al observar un rayo sentiría pavor o lo divinizaría por una “enfermedad del lenguaje” (M. Müller, 1878) supone extrapolar nuestra estructura mental a la de un individuo ajeno a ella. Aún habría que esperar algo de tiempo para que, a finales del siglo XIX y principios del XX, comenzara el trabajo de campo y las teorías del momento dispusieran de ricos datos de primera mano para elaborar diferentes interpretaciones del origen de ciertas instituciones o creencias.
Empresa vana que con los años se fue disipando para dejar paso a nuevos enfoques particularistas alejados de aquella búsqueda de orígenes y evoluciones. Tesis sobre aspectos concretos dentro del sistema que representa una cultura proliferaron entre los antropólogos del siglo XX: parentesco entre los quechuas, chamanismo entre los nahuas, rituales alucinógenos entre los huicholes, organización social maya, cosmovisión aymara…. La inane persecución del principio de la religión quedó atrás, anclada en los salones del siglo XIX. Pese a ello, cabría quizá encontrar un común denominador a ambas formas de hacer antropología: la del escaso peso concedido a las diferencias.
Posiblemente, el primer autor que otorgó mayor importancia a las diferencias que a los nexos entre diferentes tradiciones de pensamiento fue el polémico (por mal comprendido, tal vez) Lucien Lévy-Bruhl. Salvando los errores que sus teorías acerca de la mente salvaje, término este, entre otros, que ha hecho mucho daño a la aproximación a sus tesis, pudieran tener, este autor francés perfiló la forma antagónica en que funciona la manera de asimilar los estímulos en nuestra sociedad y en una sociedad “simple”. Su mérito, a mi juicio, radica en ser de los primeros, sino el primero, en reparar en esta cuestión crucial.
Frente a la lógica occidental, opone la mente prelógica (que no alógica) de los pueblos ajenos a occidente y su devenir cultural. La mentalidad europea se rige por un pensamiento basado en la experimentación empírica la cual, a través de siglos, ha armado un tipo de lógica concreto. En los que él denomina “salvajes” domina el pensamiento místico, lo religioso. Es una forma de pensar prelógica, en el sentido que no utilizan nuestra misma manera de racionalizar la realidad.
Desde este momento, y pese a la serie de críticas que las teorías del filósofo francés recibieron hasta descomponerlas, ese componente de la distancia de modalidad de pensamiento entre, llamémosle, “nosotros” y “ellos”, ha permanecido. Se ha apuntado en innumerables ocasiones la dificultad, sino imposibilidad, para comprender una cultura ajena, para erigir teorías acerca de valores o creencias, rituales u organización indígena. Se ha intentado abordar el discurso de los vencidos (León-Portilla, 1959) alejándose de la manera occidental de describir e investigar, probando a dar voz a los que salieron “derrotados” del contacto cultural. Los cambios de planteamiento se estrellan contra los mismos muros.
No pretendo sacar a colación este desarrollo historicista para dar lugar a un estudio de la historia de la disciplina ni tampoco una sentencia derrotista frente al relativismo cultural. Pretendo ilustrar algo que sí es decisivo en la investigación de la cultura humana en todas sus variedades. Como carácter innato a su lugar de origen, esta materia estudia otras sociedades desde el único prisma del que está provista. Por más que queramos, no podemos dejar de lado la carga cultural, los patrones que nos condicionan presentes continuamente. No creo posible ponerse en la posición del otro, ni comprender enteramente sus categorías de organizar el mundo. Se podría decir, entonces, que es imposible el acercamiento. Pero pese a todo, seguimos haciendo antropología. Intentando conocer, penetrar y determinar. Masticamos, diseccionamos y elucubramos. ¿Por qué?. ¿Qué nos impulsa en este buceo a lo desconocido? Puede ser, en mi opinión personal, que comprendiendo lo ajeno tengamos una mínima oportunidad de conocernos nosotros.
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“La gente que vive a la orilla del mar llega a acostumbrarse tanto al ruido de las olas que deja de percibirlo. Por razones semejantes, rara vez oímos las palabras que pronunciamos… Nos fijamos unos en otros, pero ya no nos vemos los unos a los otros. Nuestra percepción del mundo se ha ajado y desvanecido; lo que hacemos con las cosas se reduce a reconocerlas”.
Víctor Sklovskij.
Así como individualmente somos nuestro reflejo en los demás, cada cultura se define a través de la otredad, reforzándose mediante las diferencias y fomentando la cohesión del grupo con ellas como herramienta. Desde esta visión, se puede comprender el ahínco con que se han recalcado éstas. Lo extraño, insólito,“salvaje” o “bárbaro” se contempla desde un sistema cultural propio, verdadero y correcto, que sale confirmado del enfrentamiento con lo opuesto. Por ello el planeta está repleto de “ombligos del mundo”, “hombres verdaderos” y “auténticas humanidades”. El etnocentrismo no es patente europea.
Esta reflexión puede llevar a plantearnos el riesgo que ha supuesto la perplejidad ante las diferencias para la antropología como ciencia social. En ocasiones, ha sido comprendida como un simple compendio de extravagancias, comportamientos insólitos, atavíos inauditos o actitudes maravillosas. Reducida a este marco de estudio, la mera trascripción de actuaciones “enajenadas” para relatar como divertimento de una incrédula concurrencia, la antropología se podría considerar un anecdotario de costumbres desconcertantes y curiosas. Pasaría a ser un mecanismo con que robustecer nuestra cultura frente a lo desconocido. La superioridad moral y tecnológica, científica y social quedaría rubricada al enfrentarla con esa sucesión de mitos “absurdos”, de creencias inverosímiles, personalidades “infantiles” o, incluso, rituales obscenos y desagradables. Bajo ese basto concepto, la antropología sería todo aquello que describe lo diferente de otras sociedades.
Pero la antropología, obviamente, no es solo eso. Va mucho más allá del mero relato de las extrañezas de gente ajena. Malinowski (1926) fue el primero que atacó mordazmente esa forma de hacer antropología, esgrimiendo la ironía como método de demolición. Letanías interminables de costumbres cercenadas y sacadas de su contexto ridiculizaban la mentalidad de los pueblos de tecnología simple. La sátira que este autor realizó contribuyó en gran medida a la reducción de ese método aunque, lamentablemente, no ha su desaparición definitiva. Hasta nuestros días se extiende la insidiosa costumbre de relatos de inusitados comportamientos, creencias y actitudes como ejemplificación de qué es antropología para una inmensa parte de la población.
Esas “extravagancias” son solo la parte visible de un sistema subyacente de categorizar y comprender el mundo, diferente en un grado directamente proporcional a lo extraño que nos resulten. En otras palabras, cuanto más desconcertantes y extrañas se nos hagan una serie de comportamientos de una etnia, más lejanos serán sus patrones de aprehensión de la realidad de los nuestros. Frente a un mismo estímulo (volvamos con el relámpago, por ejemplo), codificaríamos una impresión totalmente diferente, sino opuesta, condicionando una respuesta a todas luces discrepante de uno a otro.
¿Qué motiva esa diferente asimilación de lo “objetivo”?. ¿Qué mecanismos cognitivos llevan a dos Homo sapiens sapiens ante un mismo objeto a tan divergentes representaciones mentales? ¿Cuáles son las funciones mentales que conforman dos imágenes del mundo irreconciliables?. ¿Finalmente existiría lo “real” fuera de nuestra mente, o solo la interpretación que se forma sería lo existente?, es decir, ¿existe el rojo o lo que nosotros hemos denominado rojo es lo que existe?. Los mecanismos, pulsiones, facultades y capacidades que laten bajo ese comportamiento externo, son lo que la antropología, a mi entender, tiene como objeto. Mediante una organización social, unas instituciones, un sistema de valores que a su vez determinan un comportamiento específico, unos tabúes, roles, una expresión artística, y un largo etcétera, se puede intentar llegar a aquellos mecanismos codificadores que los generan; de ellos quizá a los que más importancia se les ha dado sean el lenguaje y lo que llamamos religión.
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“Cuando no existía la tierra
En medio de la oscuridad antigua,
Cuando nada se conocía,
Hizo que se abriera la palabra fundamental,
Que con él se tornara celeste;
Eso hizo Ñamandú, el padre verdadero, el primero.
Por haber ellos (los antepasados directos de los guaraníes) asimilado ya la sabiduría celeste de su propio primer padre
por haber ellos asimilado ya el fundamento de la palabra,
por haber ellos asimilado ya el funcionamiento del amor,
por haber ellos asimilado ya las series de palabras del canto esforzado,
por haber ellos asimilado ya la sabiduría que se abre en flor,
a ellos, por eso mismo, llamamos:
excelsos verdaderos padres de la palabra,
excelsas verdaderas madres de la palabra.”
Canto guaraní mbyá,
escuchado por L. Cadogan (citado de Gutiérrez Estévez, 1999).
La cultura, en gran medida está determinada por el lenguaje. Este condiciona el pensamiento, articulándole conforme al corsé que el idioma confecciona a su hablante. Todo lo que nuestros sentidos perciben pasa a través del tamiz que el lenguaje impone. Solo podemos interpretar mentalmente aquello que podemos nombrar, esto es, pensar. Pues, evidentemente, pensamos mediante palabras. Una palabra vale para traer a nuestra mente una imagen concreta de lo que se supone ha de ser lo que se nombra. En palabras de Benjamin Whorf (1956) o Edward Sapir (1954), nada que no pueda ser nombrado existe. Es el determinismo lingüístico. Han pasado años desde que esta teoría se formulase y, pese a la crudeza de las críticas y la dureza de los opositores, aún guarda una enorme parte de su vigor.
Parece absolutamente demostrado que la lengua es un factor determinante a la hora de imaginar el mundo. Moldeamos la “realidad” en base a un lenguaje que nos define y al que definimos en una reciprocidad desequilibrada. Es obligatorio, porque el lenguaje ya existe desde antes de que nazcamos y poca opción tenemos de elegir. Aunque de una manera no del todo comprendida, tal vez a través de unos mecanismos innatos, unas estructuras inherentes a nuestro cerebro (Chomsky, 1968)[1], o bien mediante principios lógicos elementales con los que establecemos hipótesis aprendiendo de nuestro alrededor (Slobin, 1994), desde que nacemos nos vemos inmersos en un aprendizaje de la lengua que nos acoge. Poco podemos hacer para evitar su “invasión”.
El bebé, antes de adquirir la capacidad de comunicación verbal, no puede pensar más que un primate cercanamente emparentado con el género Homo. Es por ello que muchas culturas no consideran un ser humano al niño hasta que este no alcanza la facultad del habla. La definición guaraní para hombre es la de un ser erguido que emite palabras. Casi todas las obras cosmogónicas, verbales o escritas, suelen conceder crucial importancia al verbo como motor de creación. La palabra crea, da vida, hace existir. Nos permite relacionarnos, manifestar nuestras opiniones, sentimientos y sensaciones tanto a otros como a nosotros mismos.
Si el pensamiento se codifica en palabras (esto es, como ya se indicó, pensamos mediante palabras) y lo que no podemos nombrar no puede ser pensado, al pensar la realidad que nos rodea la convertimos en palabras. Así, el lenguaje, al amoldar la realidad a sus categorías, está determinando la forma en que interpretamos esa realidad.
Obviamente, esto no quiere decir, ni mucho menos, que un objeto físicamente tangible pierda su existencia material al no poder nombrarlo. Dicho objeto va a seguir ahí, pero para el individuo que no lo transmuta en palabras nunca no se incluirá entre sus representaciones mentales. Entonces no será parte activa de su acervo cultural que es, lo que definitivamente, interesa a la antropología.
La palabra, imbuida dentro de un complejo entramado de reglas gramaticales quizá innato para el ser humano, dota de carne al pensamiento, las emociones y las sensaciones que no encuentran otra forma de materializarse más que a través de ella. Es el mecanismo de aprendizaje más eficaz que el ser humano ha desarrollado y para muchas culturas rasgo definitorio de humanidad.
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“Lo que ahora se llama religión cristiana ha existido entre los antiguos, y no faltaba desde el comienzo de la raza humana…”
San Agustín, Conf., I, 13.
Otro de los importantes condicionantes de la conducta humana y, en parte, una de las características que nos convierte en tales es la religión. Cómo se generan las creencias religiosas es un misterio. Unos han planteado opciones de tipo psicológico (Müller, Tylor, Spencer…). Otros (Durkheim, Mauss, Radcliffe-Brown…) se plantean la religión como un fenómeno sociológico criticando a aquellos que buscan explicaciones individualistas (surgidas del individuo) como causa motriz. Los funcionalistas consideran lo místico y las creencias surgidas de ello como un implemento útil para organizar y regular la vida social. También se han encontrado respuestas medioambientales al nacimiento de estos sentimientos. Pero nadie, ninguna escuela, autor o grupo ha conseguido aportar las pruebas definitivas, porque tal vez no existen, que den una respuesta o respuestas satisfactorias.
Lo que sí es seguro es que las conductas religiosas repercuten en el comportamiento humano, encauzándolo hacia determinadas maneras de entender el mundo que nos envuelve. De hecho, somos nosotros quienes hemos separado lo religioso de lo profano, delimitándolo con unas fronteras que en otras tradiciones son inexistentes. En estas últimas, lo religioso forma un todo con el resto de aspectos de la cultura. Desde occidente, mediante complicadas reglas hemos aislado lo sagrado de lo mundano, elevándolo a un plano distinto (el “más allá”) del que se encuentran los aspectos que consideramos terrenos.
Pero para una inmensa mayoría de pueblos, la religión es un segmento más, fundido, entrelazado e indisoluble al resto de los que conforman la totalidad de su pensamiento, llegando a extremos de definirse a sí mismos como pueblos sin religión frente a los que han adoptado el catolicismo, protestantismo, islamismo u otra de lo que nosotros consideramos religión. Este hecho es un indicador de que entre estos grupos étnicos las creencias religiosas no son más que algo corriente en su entendimiento e interrelación con la vida, la naturaleza y el resto de personas que conforman su cosmos hasta el punto de no delimitarla taxonómicamente.
Creo que es a esto a lo que Lévy-Bruhl (1922) se podría referir al hablar de ese pensamiento prelógico inundado de mística. Nosotros al ver una montaña solo vemos una formación geológica. Un tzeltal ve un lugar sagrado donde se encuentra su ch’ulel y los de su gente o los de otra fratría (Pitarch, 1996). Observa el objeto igual que nosotros, pero lo percibe de manera distinta al quedar conceptualizado en una manera de pensamiento místico. Un totonaca al ver un jaguar, si este reúne ciertas características, está presenciando un nagual, idea que para nosotros es alucinante pues es inconcebible en nuestro pensamiento lógico que un animal pueda ser un hombre en forma alterada. En cambio, en una iglesia un crucifijo de madera se convierte en aspecto de devoción y súplicas. La sacralidad, en nuestra sociedad, se halla parcelada y acotada en ciertos espacios y momentos, mientras que para muchos pueblos no partícipes de la tradición occidental lo místico o religioso no existe como tal ya que no lo han nominado y se encuentra impregnando toda la realidad circundante, enredado en ella sin posible separación. No deduce sus impresiones mágico-místicas-religiosas de sus propias observaciones, sino que éstas (las impresiones) le vienen dadas del sistema de pensamiento que aprende de su sociedad y a través de él interpreta lo que ve, subordinando lo último a lo primero.
Otra característica importante de la religión es, como ya ocurría con el lenguaje, su obligatoriedad. En sociedades cerradas, estas creencias se encuentran ahí antes de que el individuo nazca y permanecerán aún cuando él ya no viva. Es pues obligatoria. Incluso aunque se declare escéptico o no partícipe de ellas debería hacerlo dentro de los términos que las creencias de su grupo le delimitan. No existe posibilidad de escapatoria. Al igual que nuestro tipo de pensamiento empírico-lógico se perpetúa en nuestra sociedad, las concepciones religiosas se transmiten en una sociedad cerrada sin margen de escapatoria para el individuo.
Todos los pueblos conocidos cuentan con algún tipo de forma religiosa: prácticas, creencias o comportamientos que desde nuestra perspectiva englobaríamos bajo el espectro de religión. Sin embargo y como ya se ha apuntado, la nomenclatura con que nosotros nos referimos a esas costumbres no es correspondida entre los individuos que las sostienen, para los cuales la división entre esos comportamientos y otros cualesquiera de su vida cotidiana (ese “más acá”) es inexistente.
Su universalidad es en gran medida el agente que ha atraído a los estudiosos desde tiempos atrás. El estudio de creencias y actividades vinculadas a lo que hemos catalogado desde nuestro estimado Mediterráneo como religión de manera abstracta y general, lo hemos exportado a sociedades con bagaje cultural sin parangón alguno con el nuestro. Desde ese momento, hurgar y revolver entre ese conjunto de sentimientos y actitudes que contribuyen enormemente a la representación del mundo entre un colectivo ha sido prioritario en muchos estudios etnográficos. Y no sin razón ya que esos credos han ido dando forma a la visión que un grupo pueda tener del mundo, de todo cuanto le rodea, y mediatizan su interacción con él, definiendo en gran medida la cultura de su comunidad étnica. La intrincada relación entre religión y lenguaje que se puede entrever en grupos como los dogon africanos, los guaraníes, los chamulas, donde la palabra y su uso se eleva hasta grados metafísicos[2], muestra hasta que punto la conjunción de estos dos codificadores de la conducta contribuye a formar lo que de modo genérico definimos con la palabra cultura.
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Las culturas y religiones de América, Oceanía y África presentan interés desde muy pronto para los antropólogos y sociólogos. Mientras las culturas y grandes religiones preponderantes (cristianismo, islamismo e hinduismo) están estrechamente emparentadas entre sí, los pueblos americanos, de Oceanía y africanos, tal vez estos últimos en menor medida, ofrecen sociedades y religiones de carácter propio, con un presumible desarrollo autóctono que las hace sumamente interesantes. Los únicos vínculos que pudieran mostrar estos pueblos y sus cuerpos de creencias serían los creados entre ellos, sin inferencia externa al continente.
Este hecho permite trazar un esquema muy sugerente a Gutiérrez Estévez sobre los paralelismos que se pudieran buscar entre las numerosas culturas amerindias. Muchas veces se ha hecho referencia, como instrumento político en mayor medida, a la cultura indígena panamericana. Una cultura única de rasgos new age exportada al mundo actual basada en el ecologismo de las culturas indígenas, su apego a la tierra (esa Pacha Mama tan manoseada) como seres naturales que son y unidos a ella, ha cautivado a gran número de personas de nuestra dislocada sociedad. Lejos de este tópico, Manuel Gutiérrez Estévez registra entre las tradiciones aborígenes americanas para hallar un común denominador múltiple. Según este autor, se pueden encontrar tres recurrencias a toda cultura amerindia, a grandes rasgos: el concepto del tiempo y del espacio, la importancia dada a la forma, al exterior frente al contenido y, tercero, la concepción de la humanidad y los criterios de constitución de ésta.
El tiempo para las culturas americanas es recurrente, cíclico. Los segmentos temporales se repiten indefectiblemente cargados de una fuerza preternatural infinita que marcará ese mismo día por los siglos. El mundo tal y como lo conocemos se ha creado y se ha destruido una serie de veces, asistiendo el hombre a su continuo hacerse hasta la siguiente destrucción. Esta forma de concepción temporal circular mediatiza su estructuración de lo histórico, haciendo en gran medida su discurso a nuestros oídos confuso e incoherente. Los acontecimientos no siguen la línea recta que traza en nuestra mente el transcurso del tiempo, sino que se clasifican conforme a círculos de acontecimientos y ocurridos situados en un mismo segmento temporal (eso es, que contienen la misma carga calendárica).
Se dan saltos temporales en nuestro pasado- presente-futuro, de adelante hacia atrás, de ahí a más atrás y de nuevo al presente es una construcción lógica para un mayero (poblador de habla maya de la península del Yucatán) pero que a nosotros nos cuesta seguir. Su filosofía y lingüística se imbrican con esta concepción del espacio-tiempo y arman su cuerpo cultural de manera secuencial donde un acontecimiento es algo previsible dado que periódicamente se repite y se puede llegar a conocer por mediación de la lógica amerindia. Para nosotros, acostumbrados a que cada hecho sea único e irrepetible en ese devenir lineal del tiempo (premisa sobre la que se basa nuestro concepto de historia), hemos comprendido la reiteración de acontecimientos y su posible predicción como “profecía”, posiblemente perdiendo parte de su significado al convertirlo a este vocablo.
Si en Mesoamérica el calendario aporta esa carga secuencial al tiempo, en el área andina, el concepto de pacha representa la confluencia del espacio y el tiempo. Diferentes etapas se suceden para la humanidad, entre las cuales y para la igualación de contrarios en busca del equilibrio se produciría un pacha-kuti, o cambio de orientación en el espacio-tiempo. La llegada de los españoles o la muerte de un Inca desencadenarían un pacha-kuti que acabaría con una era o etapa (pacha) para abrir una nueva[3]. Esta operatividad del tiempo y el espacio tan extraña a nuestra organización espacio-temporal hace que las sucesiones de nombres, sucesos y episodios escapen al entendimiento lineal que de la narrativa, la literatura y la historia hacemos desde occidente y se convierte en un rasgo diagnóstico de las culturas amerindias. La causa-efecto de la historia occidental se resquebraja en manos de los indígenas americanos.
En segundo lugar, existen unas diferencias en la interpretación de la forma y el contenido (Forma versus Ontología, como se refiere a ello Gutiérrez Estévez). Frente a nuestra lógica que prima el contenido sobre la forma, el valor en las culturas americanas está en “el exterior, en la apariencia, en la física y no en la metafísisca”. Desde el contacto con estas culturas, los occidentales se sorprendieron de la facilidad con que acogían nuevas creencias, dogmas o cualquier simple novedad en una muestra de lo que era falsedad a los ojos de los españoles con los que trataban. Lo que antaño indignaba a los frailes y misioneros, a las autoridades y los colonizadores hoy no nos ofende, pero sí contradice nuestros principios lógicos que se ven incapacitados para comprender la posibilidad de convivencia, ya sea provisional o duradera, de dos o más creencias y practicas contradictorias o divergentes.
Pero para el amerindio, esto no cae en la contradicción. Su capacidad “canibalística” para con el otro, lo que hemos referido con sincretismo o hibridismo, términos estos no exentos de crítica, no incurre en ningún fallo lógico. Es una pauta que se revela continua en la tradición histórica de la etnografía americanista, dotando de extraordinaria riqueza los conceptos y costumbres de estas culturas pero alejándolos de nuestra capacidad cognitiva en gran medida. Esta segunda característica definitoria de los grupos indígenas americanos choca con nuestra construcción mental del mundo y les dota de una singularidad propia.
El tercer y último rasgo de esta tradición amerindia resulta de la construcción de lo humano. En occidente se cree en una subjetividad subyacente al cuerpo, a lo físico, que dota de individualidad a la persona. Existe una concepción del “yo” determinada por el interior. Pese a concebir al ser humano como un animal más, se diferencia de estos por su capacidad moral y ética, la cual radica en el interior a que antes nos referíamos, que le provee de humanidad. Frente a esta categorización europea, los pueblos americanos observan a todos los seres animados o inanimados como poseedores de eso que podríamos nombrar como “alma”, con una cultura, con comportamientos idénticos a los humanos.
La diferencia entonces no viene marcada por el interior, sino por el exterior, la forma externa. Los españoles dudaron que los “indios” tuvieran alma, nunca que tuvieran cuerpo. En contrapartida, los indígenas americanos no se cuestionaron que esos seres recién llegados no poseyeran en su interior algo similar al alma, dado que todos los seres lo tienen, pero no supieron afirmar que esas formas corpóreas fueran verdaderos cuerpos humanos. Una concepción en que todos los seres tienen cultura, se hace realmente ajena a nuestro simbolismo clasificador, donde lo que diferencia las clases de seres vivos es la posesión de esa característica cultural que condiciona nuestro comportamiento y actuación.
Tal vez se pudiera indagar más en busca de otras reiteraciones culturales entre las culturas amerindias que condujeran a alguna generalización más de rasgos definitorios y atávicos de éstas. Esto conllevaría un mayor espacio del que aquí dispongo y un ensayo relativo únicamente a esta serie de aspectos y no, como se trata de este, de una concatenación de reflexiones acerca de aspectos tan diversos como los que se han ido planteando. La lengua y la religión nos han acercado a las diferencias sustanciales que se producen entre las culturas para, en el caso ejemplificador que nos ha ocupado, consolidar una serie de rasgos diagnósticos comunes a ellas al tiempo que diferenciadores con occidente que se traduce en la clara incapacidad que tenemos para comprendernos. Esta “marca de estilo amerindio” solo ha hecho abrir un camino que, de seguirse, conduciría a un conjunto de comuniones en lo ajeno numéricamente mayores a las aquí resumidas que formarían un denominador indígena-americano definitorio frente a lo occidental.
Como ejemplo de otredad en lo que a esquemas de pensamiento se refiere, los pueblos amerindios han ofrecido un vasto campo de estudio, valiosísimo a la hora de comprender otros patrones de estructuración de la realidad. Las comunes características marcan una divisoria tajante con el pensamiento occidental al tiempo que se han convertido en definitorias de lo que Gutiérrez Estévez denomina “estilo de civilización amerindia”. Este estilo (frente a identidad, término más cerrado y menos flexible), un conjunto de diferencias respecto a la tradición occidental, hacen irreconciliables los dos pensamientos en aspectos tan cruciales como la narrativa histórica, el entender el tiempo o las formas cognitivas. Intentar asimilar esta visión supone una colisión de dos formas de pensamiento difícilmente conciliables. Conceder la palabra a ese antagonista de nuestra lógica supone acercarse lo más acertadamente posible y desde sus palabras conocer la diferencia que nos separa es un éxito loable.
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Después de un breve paseo de carácter tremendamente general y vago por la historia del estudio de la cultura humana que, espero, haya dejado patente el carácter occidental de éste, con todas las limitaciones que ello implica, hemos recorrido esquemáticamente dos de los mecanismos más influyentes a la hora de concebir el mundo y en la elaboración de la cultura.
La antropología al estudiar sociedades tan diferentes a la nuestra, encuentra dificultades insalvables en la categorización del pensamiento y estructuración mental. Pese al relativismo que se tiende a adoptar como posicionamiento teórico, la brecha tan enorme que separa ambos mundos (el estudiado y desde el que se estudia) es difícil, si no imposible, de sortear. El lenguaje y lo que hemos aislado como religión (ese conglomerado de costumbres, creencias y prácticas) son dos de los codificadores más influyentes del pensamiento humano y la conducta que este incita[4]. El comportamiento en sus relaciones sociales y con su entorno natural quedan atrapados en la telaraña que se teje entre ambos.
Los resultados de esos mecanismos que nos permiten percibir la realidad de una manera u otra van a devenir en lo que llamamos cultura. La asimilación de ciertos aspectos de la realidad, considerando que exista un todo objetivo ajeno a la interpretación de cada ser humano, y la constitución de formas de interrelacionarse con ellos van dando cuerpo a un espectro de comportamientos, reglas, organización, interacción… que son vagamente definidos como cultura. Esta influye en nuestra forma de percibir la realidad así como esto último interfiere en el desarrollo de la cultura.
Es la pescadilla que se muerde la cola. Hay que añadir que el medio ambiente es también un factor decisivo en las modulaciones del pensamiento y su condicionamiento en una u otra dirección. Algo sobradamente sabido es la acomodación del lenguaje a las necesidades culturales derivadas del ambiente: un inuit no conoce la palabra blanco, sino que posee un enorme repertorio de “blancos” para cada tipo de nieve o hielo, así como en el antiguo euskera, el verde era un adjetivo desconocido suplido por una amplia manifestación de “verdes” según el tono al que se quisiera referir. Esa inferencia del medio en el lenguaje a su vez repercutirá en la relación que los grupos guarden con su entrono y, obvia decirlo, con la concepción del mundo que fabriquen. Se ajusta el habla al servicio del medio que a su vez queda imaginado en palabras como un constructo en la mente.
El peso de la costumbre, léase religión, es continuo en la mente de culturas no occidentales. Presente en cada segmento de pensamiento que determinan la actuación, lo religioso permanece indeleble en la forma de entender e interpretar la vida de innumerables pueblos. Sus sociedades se articulan en torno a conceptos preternaturales, reguladas por complejos resortes místicos. La enfermedad y su curación se entiende como resultado de fuerzas etéreas que actúan sobre el ser humano si este no guarda observancia de algunas reglas establecidas.
El monte, la selva, los cerros y las montañas, los campos, la noche y todo cuanto rodea sus comunidades están pobladas de seres sobrenaturales, alucinantes, que viven en un reino diferente al de los humanos pero con capacidad de interactuar con ellos. Todo este mundo de creencias resultan a nuestros escépticos oídos como cuentos de escasa credibilidad, reflejo de nuestra evolución cultural. Sin embargo, para un mayero articulan un mundo tan real y vívido como fidedignas son las historias que pueden oírse al respecto. Este convencimiento dirige su comportamiento, sus actividades y actuaciones al tiempo que sus relaciones sociales. La realidad que viven es totalmente diferente a la nuestra.
Las diferencias que se perciben en otras culturas son resultado de diferentes formas de entender la realidad que, como consecuencia, derivan en pautas culturales adaptativas diversas. La forma cíclica de entender el tiempo frente a la linealidad occidental de los pueblos amerindios acarrea un distinto uso de la narrativa, la historia, el cómputo del tiempo (calendarios) y un modelo filosófico totalmente opuesto al que en occidente estamos acostumbrados a manejar. Intentar ponernos en su posición, asistiendo al devenir secuencial del tiempo o ver a la lophophora williamsii como un dios-venado en vez de cómo un cacto, es, a mi juicio, imposible. Lo más que podemos hacer es respetar que existen otras categorizaciones de la realidad convirtiendo ese todo objetivo del que tan seguros estamos en un fracturado conjunto de piezas que no terminan de encajar en el sistema cientifista que proponemos. Nuestra lábil realidad absoluta se desvanece, evaporándose en la ausencia de universalidad.
Las palabras y los dioses se conjugan para dar forma al mundo. El entorno se revela como una pantalla donde proyectar nuestra conciencia. La religión y la lengua comparten una sutil y abstracta función de la que ni siquiera somos conscientes. El mundo externo cae doblegado ante el poder que el verbo y lo místico extienden en nuestra mente dando lugar a una variedad de realidades que somos incapaces de asimilar. Hacer el intento, al menos, garantiza la continuidad de esa ciencia del comportamiento que hemos nominado como antropología.
Artículo original de la antigua revista Alejandría Revolucionaria
[1] Para una crítica a estas teorías de adquisición del lenguaje véase Goodman, N., The epistemological argument o Putnam, H., The innates hipótesis and explanatory models in linguistics.
[2] Para un mayor detalle en la descripción etnográfica y estudio antropológico de estos grupos se pueden consultar los siguientes autores: en lo que se refiere a los dogon, Geneviève Calame-Griaule y su Etnología y lenguaje. La palabra del pueblo Dogon (1982) o Marcel Griaule con su libro Dios de agua (1987) ofrecen una perspectiva completa de esta cultura de Malí. Para los guaraníes La experiencia religiosa guaraní de Bartomeu Meliá (1991) o La literatura de los guaraníes de León Cadogan (1965) suponen ilustrativos acercamientos. Por su parte, Gary Gossen nos ofrece en Los chamulas en el mundo del sol (1979) una aproximación al pensamiento chamula y sus formas de habla que sistematizan el mundo y la religión.
[3] Para un desarrollo más completo de estos conceptos de la mentalidad andina, Thérèse Bouysse-Cassagne y Olivia Harris ofrecen un estudio con mayor profundidad en Pacha: en torno al pensamiento aymara (1988) contenido en Raíces de América. El mundo aymara de X. Albó. Para los grupos de habla maya, el apéndice de Alfonso Villa Rojas a Tiempo y realidad en el pensamiento maya (1968) de M. León-Portilla, titulado Los conceptos de espacio y tiempo entre los grupos mayances contemporáneos, puede resultar aclarativo.
[4] Una sugerente e interesante reflexión acerca de la “religión” y la palabra ha sido realizada por Manuel Gutiérrez Estévez en su ensayo Palabras mayores. Dando significado al mundo (1999).