Evolución y Cultura: Aproximación a la antropología moderna


Hasta mediados de los años 60 e, incluso, principios de los 70, la antropología como ciencia social había respondido ante la diversidad cultural humana de una manera sencilla y tajante: la evolución de las sociedades sapiens sapiens respondía a un afán de mejora, y a la adaptación de sus conocimientos cada vez mayores para mejorar la calidad de vida del grupo.

De esta forma y conforme a esta creencia comúnmente aceptada la evolución de la especie humana se representaba como una línea ascendente que unía directamente la prehistoria del Homo sapiens sapiens, aquellos albores de nuestra especie, con nuestro presente occidental lleno de confort y facilidades. Se consideraba que nuestra sociedad, o al menos la sociedad isabelina del siglo XIX que parió esta concepción, como culmen de la evolución cultural y hacia la que tendían todas las sociedades humanas conocidas. Las diferencias palpables entre ellas respondía al grado de evolución en que dicho grupo social se encontraba.

Cuanto más alejado del modelo europeo se encontraba más atrasada y primitiva se consideraba una cultura, siendo esta catalogada de incivilizada y sus miembros de primitivos, salvajes... Por el contrario si percibían formas embrionarias o en estado latente de desarrollo que apuntaran hacia el ideal europeo de civilización esa cultura estaría más próxima al punto más alto de aquella línea imaginaria que es la evolución. Y de esta forma simple se resolvía un problema que hoy se considera trascendental en la antropología, etnología, arqueología y sociología: el nacimiento de jefaturas, las jefaturas avanzadas, una mayor complejidad social, el nacimiento clases diferenciadas, los ejércitos, tributación, los soberanos, los dirigentes y, al fin, el Estado segmentario (en términos de Aidan Southall) y el Estado tal y como hoy lo conocemos.

Para estos evolucionistas del siglo XIX, pensadores de la linealidad, y todos los que en el siglo XX  hicieron eco de aquellas ideas y teorías que situaban a cada sociedad en un lugar determinado de esa raya invisible conforme a su cercanía o lejanía a nosotros, el Estado surgiría como una forma de evolución hacia algo mejor (o sea, nosotros). Todos los avances que se discernían en las culturas pasadas eran para mejor, para llegar a lo hoy somos y representamos (de ahí avance, engañosa palabra). La alfarería, la agricultura, las religiones… eran “inventos” que jalonaban el camino hacia la civilización. Si una etnia no empleaba la agricultura y permanecía anclada en patrones de nomadismo, caza y recolección era síntoma de un atraso cultural importante y se la encorsetaba dentro de términos peyorativos y juicios de valor negativos. Primitivos, salvajes, sin civilizar,… lo cual no dista demasiado de lo que aún hoy día mucha gente puede pensar de culturas enraizadas  en estas formas ancestrales de supervivencia y adaptación ambiental.

Este evolucionismo como cuerpo de doctrina pervivió hasta mediados de los años 60 y principios de los 70, momento en el cual una serie de investigadores sociales comenzaron a cuestionar esta forma de entender la vida cultural en nuestro planeta. Gente como Marshall Sahlins, Freíd, Julian Steward, etc., … empezaron a plantearse que las divergencias culturales existentes en todo el globo podrían bien deberse a adaptaciones medioambientales, a respuestas diferentes del ser humano ante diversos nichos ecológicos.

El carácter de gradualidad que los evolucionistas conferían a las culturas se diluye en la nueva interpretación antropológica. La revolución en arqueología y antropología comienza de la mano de nuevas concepciones que rompen con la tradición marcadamente racista anterior y abren un cortafuegos entre ella y el nuevo pensamiento. En arqueología, la nueva escuela inglesa opta por iniciar investigaciones en aspectos antes obviados. Comienza así la arqueología del medio. Se buscan nuevos campos metodológicos, empezando por recopilar nuevos datos en la investigación de campo que respondan a nuevas y revolucionarias cuestiones.

Por su parte, la antropología, profundamente ligada a la arqueología, también inicia su particular revolución. El evolucionismo pasa a mejor vida, archivado su contenido racista y lineal, y se empieza a admitir una evolución multilineal eliminando de la palabra “evolución” cualquier implicación de graduación o mejora. Así y respondiendo a los nuevos criterios se desviste los viejos mitos y conceptos de su hálito de mejora. La agricultura, los Estados y demás concepciones antes tomadas como pasos adelante en el camino recto de la evolución comienzan a analizarse de manera crítica y se comprenden como lo que son: adaptaciones forzosas del ser humano en ciertos lugares a un medio ambiente agotado y resentido que no deja otras opciones.

Los análisis arqueológicos de la Nueva Arqueología arrojan un halo de luz en estos estudios. Cambios climáticos, demográficos, extinción de flora y fauna, llevan al ser humano a aceptar técnicas que ya conocían pero se limitaban por su carencia de utilidad. Y es que realmente, la agricultura requiere un esfuerzo mayor, más tiempo y menos libertad para el Homo sapiens sapiens que sus costumbres atemporales de caza y recolección. Si se acepta la agricultura como nueva forma de producción es debido a condiciones excepcionales. Y lo mismo puede decirse de la aparición paulatina de jefaturas, jefaturas avanzadas y, al final, el Estado con todo su aparto y carga burocrática.

Una vez el Holoceno desplaza al Pleistoceno y la agricultura poco a poco se acepta como último recurso en la adaptación del ser humano, la organización en bandas y sociedades igualitarias con libre e igualitario acceso al medio y a los recursos se va viendo indefectiblemente modificada hacia nuevas formas de poder. Si estas fueron aceptadas en detrimento de un antiguo modo de vida más igualitario y libre fue debido a necesidades mayores y no, como interpretaban (e interpretan) los evolucionistas, a un camino ascendente hacia el progreso. Los estudios a partir de los años 70 que se han dado en arqueología y antropología demuestran una caída importante en las condiciones de vida de los pueblos agrarios y estatalizados, al menos en lo que respecta a esa mayoría que es la encargada de producir los bienes de consumo y suntuarios para la elite dominante recién nacida.

Estudios de Lee entre los kung de Sudáfrica, al igual que otros realizados entre indígenas de la Amazonía,  demuestran una media de trabajo diario entre tres y cuatro horas, tiempo que distribuye cada cual como su propio jefe tal y como desea y emplea en el quehacer que cree necesario por sí mismo: fabricación de utensilios, caza, pesca, recogida de leña, preparar una hamaca o choza… La agricultura requiere de un mínimo de ocho horas, más o menos, y una sedentarización parcial o total según el nivel agrario del pueblo en cuestión.

Preocupación por el clima, preparación del campo, tala de árboles, eliminación de rastrojos,  siembra, obras de regadío, mantenimiento de las parcelas…  A esto hay que añadirle un riesgo extra que suponen las malas cosechas, heladas, plagas… que hacen de la agricultura una técnica no tan segura como se quiso ver en su momento. Además, la totalidad de sociedades que inician este cambio productivo lo acompañan de otro a nivel social que lleva a una mayor complejidad social, aumento demográfico, ascenso de cabecillas y autoridades, mediadores entre lo sobrenatural y el hombre, y finalmente, directamente hacia el Estado con todas las cargas y tributaciones que ello supone.

Así, en los años 70 y gracias a las nuevas investigaciones se viene a eliminar esa visión tan extendida del nómada agrupado en bandas como un ser hambriento y asustado, temeroso de hambrunas y enfermedades, ignorante e incivilizado para pasar a ocupar su sitio en la historia del ser humano enriqueciendo la diversidad cultural de nuestro planeta.

Mientras algunas de estas bandas no pudieron evitar la adopción de la agricultura y la revolución social que a corto plazo esta técnica implica, otras bandas consiguieron merced a mejores ecosistemas o a un mayor apego a su medio de vida tradicional, conservar su forma de cultura de caza-recolección y la integración en pequeños grupos igualitarios adaptados perfectamente al medio que les acoge. Los Estados nacientes no consiguieron mantener ese equilibrio con el medio y los desórdenes ecológicos que producen al intensificar la producción en pro de un aumento demográfico sin precedentes se alargan hasta hoy día.

De esta manera y a partir de los años 70 el Estado así como todos los mecanismos, técnicas productivas y tecnología que facilitan su existencia, dejan de ser entendidos como una forma superior de organización y se pasa a concebir como una forma paralela de evolución a la tradicional conservada por cada vez menos pueblos en el globo. Incluso se comienza a considerar este nuevo marco de organización como una forma más dañina y menos adaptada para con el medio que la caza-pesca-recolección nómada encuadrada en pequeños grupos que no acaben con los recursos.

Sin embargo, y pese a todo lo expuesto tan sucintamente en las líneas superiores, aún hoy día es una creencia muy difundida entre la población en general que nuestra superioridad técnica y moral, nuestro avance y progreso, nuestro “mejor” nivel de vida  nos hace más “evolucionados” y más afortunados que esos “primitivos” que permanecen anclados en un pasado muerto y superado por nuestros medios materiales.

La visión de salvajes ignorantes es difícil de desechar de nuestra mente colectiva,  un pensamiento tremendamente eurocentrista, tan ensimismado en aplaudir nuestros propios logros que no puede reconocer los fracasos de nuestra cultura y nuestros Estados para organizar una mejor vida acorde a tantos “avances” materiales que han acabado reducidos para unos pocos. Realmente existe poca diferencia entre el lujo y los placeres que rodeaban al totalitario ahau maya de los que ostenta hoy día un yuppi triunfador, director de grandes corporaciones.

Mientras el campesino maya desbrozaba la milpa o trabajaba en las grandes empresas diseñadas por y para la elite de su gente, el obrero actual, aquel afortunado en poseer trabajo, suda por el beneficio y ensalzamiento de la plutocracia dirigente que posee bancos, empresas entidades económica y gobiernos.

Realmente, ¿qué nos hace tan superiores?

Artículo original de la antigua revista Alejandría Revolucionaria

Artículos del autor

Visita nuestras redes

Verificado por MonsterInsights