La pared de la mina abierta en la que se colgaba mi padre para poner barrenos me parecía un abismo. Más que un abismo, una catarata de cantos a punto de desplomarse. Cada vez que mi padre detonaba un barreno, llovían piedras. Ese era su trabajo, demoler la pared sin caer él también al abismo.
Desde muy niña acudía a llevarle la comida al pie de ese abismo, y siempre pensaba lo mismo: ¿en qué habían mejorado las condiciones de trabajo de mi padre? En realidad, la única diferencia residía en que antes trabajaba en una mina bajo tierra y ahora el cielo cubría su cabeza…pero el riesgo…el riesgo seguía siendo enorme…Si mi madre lo hubiera visto ahí colgado, esquivando piedras… no sé.
Mi padre era barrenero, en nuestra tierra, en Fondón, en Almería, ya trabajaba en una mina, pero dentro, arañaba con sus barrenos las entrañas de un monstruo que devoraba hombres a muchos metros bajo tierra, un lugar del que cada día salía alguno destrozado del tajo. Trabajar era jugar a la ruleta con la muerte. Las mujeres de los mineros vivían encogidas, vidas míseras y temerosas, y transmitían a sus hijos ese temor y esa miseria que costaba tanto quitarse de encima. ¿Por qué hay que ganarse el pan en esas condiciones? ¿Por qué hay que disputarle cada día mendrugos a la muerte? ¿No existe otra manera de sobrevivir?
Por eso nos fuimos de nuestro pueblo y emigramos a Orán, Argelia, un gajo de Francia en el Norte de África. Buscábamos mejores expectativas de vida, como todos los emigrantes económicos, queríamos sobrevivir, reclamar el pan al que cada ser humano tiene derecho.
Yo tenía cinco años cuando llegué con mi madre y mis hermanos gemelos, solo cinco años, pero recuerdo la luz intensa quemándome los ojos, la poderosa bahía con el cerro de la fortaleza al fondo y la agitación de laberinto de hormigas de una ciudad portuaria como esa, llena de gente caminando con bultos de un sitio para otro, hablando en una lengua extraña que con el tiempo sería la mía.
Mi padre llevaba un año allí. Emigró por necesidad y cuando se afianzó, nos llevó con él. Estaba deseando abrazarnos y se llevó un gran disgusto cuando los gemelos no quisieron que los besara, lloraban y se zafaban de sus brazos, no le reconocían. Pobre padre, si cierro los ojos veo su rostro emocionado, entre triste y alegre, y escucho sus palabras entrecortadas al oído de mi madre: nunca volveremos a separarnos, si tenemos que volver a irnos a alguna parte, todos juntos, todos juntos, todos juntos…
Orán, las calles de Orán, el laberinto de callejas polvorientas y agitadas, llenas de gente, el calor pegajoso, la brisa del mar de la bahía abierta, y los barcos, los grandes barcos cargueros que llenaban la ciudad de mercancías. Fui creciendo en un barrio muy populoso, recorriendo las calles con niñas y niños de mi edad, sin ir a la escuela al principio, porque nunca me tocaba. Pertenecía al grupo de los excluidos, solo un 10% de los emigrados teníamos derecho a una plaza en la escuela. Era un cupo que se llenaba siempre y yo me quedaba a la puerta, un curso tras otro…durante algunos años…me quedé a la puerta…deseaba tanto ir a la escuela, y tardé en ir, tardé en ir…no sé si en algún momento de mi vida superé el estigma del 10%.
El 10% para poder aprender, el 10% para poder trabajar, el 10% para poder entrar a remover mermelada en la fábrica, el 10% de rebeldes…siempre el dichoso 10%…el puñetero 10%…
Y pienso, y recuerdo…y la conciencia, la conciencia que se va formando en mí, en una niña que ve el mundo desigual e injusto que la habita, ese mundo convulso y despiadado de los años 30, ese mundo que abre sus fauces, y que se destroza a dentelladas, que se precipita sin freno hacia una carnicería universal, que comienza en España, en nuestra España, donde el fascismo quema la vida, muerde las piernas y los brazos de las gentes, derrumba las cabezas, abrasa los pueblos con sus bombas de odio de clase y expulsa de su casa a los que sobreviven.
Esa niña se pregunta por qué, por qué la vida tiene que estar rodeada de azotes y no de caricias. O mejor, ¿por qué solo una parte recibe los azotes? ¿por qué los trabajadores siempre tenemos que recibir azotes de la vida? ¿dónde estaba escrito eso?
Todas estas preguntas daban vueltas en mi cabeza como fotogramas girando en un zoótropo y no me dejaban parar quieta. Mi madre me decía que solo sabía meterme en líos, que cualquier día me iban a dar un mal golpe, pero yo no podía ver la injusticia inundar mi retina de sufrimiento y permanecer quieta, impasible sin hacer algo…
Las noticias sobre España eran cada vez más tristes. En 1939, yo tenía doce años, ocurrió lago que me marcó de por vida. Llegó un barco, el Stanbrook, un carguero de carbón que en lugar de piedras negras transportaba vidas, muchas vidas apretujadas en sus bodegas, y en su cubierta, cargaba miles de personas que se respiraban unas a otras el aliento del miedo, que huían de esa España que estaba apagando la luz de la esperanza. El capitán de este barco inglés venía desde el puerto de Alicante con esa carga preciosa, la fraternidad de las gentes del mar, el amor a la vida y a la justicia habían guiado al Stanbrook, casi a punto de zozobrar por el peso de la carga, hasta la bahía de Orán.
El alcalde de la ciudad, que era de derechas, no quería dejar desembarcar a las personas refugiadas de la guerra de España del barco. Y la situación se fue haciendo dramática. El barco permanecía anclado allí y se prohibió llevar ayuda o víveres para obligarlo a partir. Los únicos que podíamos hacer algo éramos los niños y las niñas, a los adultos les perseguían los gendarmes. Así es que solo quedaba actuar. Comencé a participar en excursiones en barcaza dese el puerto hasta el barco, llevando cestas de comida y otras cosas para ayudar a los refugiados. Los niños y las niñas nos organizamos muy bien. Además, hacíamos de correo y sacábamos gente del barco. En Orán había una colonia española muy amplia y cuando coincidía algún apellido, el refugiado tenía el derecho de salir de su confinamiento si un familiar le reclamaba. Así salieron algunos de allí.
El Stanbrook estuvo anclado casi dos meses en la bahía, hasta que un día desapareció como si se lo hubiera tragado el mar.
Las autoridades francesas separaron a las mujeres y a los niños de los hombres. A estos últimos los enviaron a trabajos forzados al desierto, a construir una vía férrea imposible, que la arena se tragaba apenas se colocaban las traviesas. A las mujeres y a los niños los confinaron en campos insalubres. Yo era tan consciente de esa realidad que entré a militar en las Juventudes Socialistas Unificadas con tan solo 12 años y a los 14 ya ingresé en el Partido Comunista de España, me organicé para poder cambiar esa realidad tan cruel que imponía el fascismo que avanzaba.
Guardo todo esto en mi memoria, y pienso en lo que hoy sucede, con este nuestro mar, lleno de muertos, convertido en un cementerio de vidas rotas, vidas quebradas por lo mismo, la existencia de un sistema depredador que nos engulle. Y sigo pensando que solo queda luchar. Enfrentar a la bestia y resistir.
Hoy me he despertado con otro recuerdo que me invade, me veo gritando por las calles de mi barrio polvoriento, rodeada de niñas y niños de mi edad:
-“¡¡Que viene la perrera, que viene la perrera!!”, gritamos como locos. Aporreamos con fuerza unas latas para hacer el mayor ruido posible y alertar así de la presencia del “cesto de lechugas”, el furgón de los gendarmes que roba a los refugiados huidos de la Guerra Civil que se esconden en el barrio y los deporta al desierto a trabajos forzados.
Entre esos niños y niñas desaforados y rebeldes estoy yo, Josefina Samper, y nunca he dejado de estar. Porque la infancia es un lugar al que regreso cada madrugada, y me paseo por sus calles y sus plazas, para recordar mi nombre, para recordar quién soy y porqué soy como soy: hija de obreros, compañera de obrero, madre de obreros. Y mujer obrera, roja y luchadora, que nunca dejé de serlo.
Carmen Barrios Corredera. Relato publicado en Rojas, Violetas y Espartanas. Mujeres en lucha, Utopía, 2018.