Capotes

Los capotes ya cortados se amontonan sobre la mesa del taller. Están listos para ser cosidos. Pero las costureras, por más que se empeñan, no dan abasto. La montaña gris verdosa de uniformes por coser aumenta mientras las mujeres, que se aprietan unas a otras en un sótano insalubre, con ventilación escasa y dudosa luz, trabajan en silencio sin levantar sus pies del pedal de las máquinas. Cosen a ritmo de unidad bien engrasada, dispuesta a coronar una cima imaginaria cada vez más empinada. La mayoría son bastante jóvenes, ha caído sobre ellas la victoria y tienen hambre. Eso es lo que las une, también lo que las separa. La miseria que coloniza sus vidas no deja hueco para nada más. Cada una se enfrenta a su propia desdicha sin mirar a los lados, con la idea fija de ser la ganadora de la jornada: quien más capotes confeccione en un día se lleva 100 gramos extra de tocino, que se añaden a su cartilla de racionamiento semanal. Dolores es una de ellas.

Lleva allí, cosiendo capotes militares sin parar, unas cuantas semanas. Ha perdido la cuenta. Desde que los franquistas entraron en Madrid en abril, libra un duelo diario con cada minuto del tiempo que consume para conservar la vida de su hijo y la suya propia. Acude al taller de la mañana a la noche, un día tras otro, sin descanso y sin fallar, porque si fallara algún día, ese, podría ser el último. Sobran candidatas. Se cobra una miseria por jornada trabajada y se compite cosiendo a destajo para comer mejor. Tales fueron las condiciones que le explicó su cuñada, que le consiguió el empleo gracias a su afiliación a la Sección Femenina de Falange, advirtiéndole con severidad que dominara su carácter rebelde y se amoldara sin rechistar a lo que había.

Y lo que había se reducía a beber con la nariz tapada amargos tragos de pura subsistencia, en un mundo teñido por el fango pringoso de las ruindades. No tenía elección, con un hijo pequeño, su marido preso en el campo de concentración de Cristo Rivas y con la vida haciendo equilibrios sobre una cuerda floja atada a los deseos de venganza de los vencedores, sus opciones eran bastante desesperadas. Dolores aceptó el empleo sin queja, sabía de sobra que solo cabía dar las gracias a su cuñada, por proporcionarle una madeja de hilos con textura de sustento.

Cuando mira los capotes apilados e inertes sobre la mesa grande del taller, Dolores siente escalofríos. No puede evitarlo. Le dan asco. A veces, hasta arcadas. Sabe que no debería ser así, es su medio para poder comer. Pero cuando los mira solo ve el color de la derrota. Son feos, se repite, feos. De un paño recio, pesado y grueso, que cuesta mucho coser. Es un tejido especial para que los soldados de la División Azul sobrevivan al gélido clima del frente ruso. Su color verde grisáceo es repulsivo. Le desagrada tocarlos, porque las yemas de sus dedos transmiten a su cuerpo la sensación agria de que está tocando la piel de guerra del enemigo.

Lo único que le ayuda a sobrellevar las jornadas es tener presente la cara redonda de su hijo. Es un superviviente igual que ella. Ha conseguido que le permitan llevarlo al taller cuando no tiene con quien dejarlo. El niño es muy bueno. Tiene tres años y medio, no rechista. Le sienta en el suelo sobre una manta y aguanta las horas entretenido con cualquier cosa.

El pobre no llora casi nunca. Es tranquilo. Lo único que le altera son los golpes bruscos e inesperados. Tiene grabados en la cabeza los zumbidos de las bombas y cuando se produce un golpe seco dice “nene cae, nene cae, nene cae…” y se tira al suelo por lo que pueda pasar. Es normal, piensa ella, vino al mundo en un frente de guerra. Y ha vivido sus primeros años en un Madrid cosido por las bombas de la aviación de Franco.

Mientras pedalea sin descanso en la máquina para que la aguja no pierda el hilo, camine recta y evitar que se parta, Dolores recuerda cuando hirieron a su marido en la cabeza en el frente de Valencia. Por mucho que quiera concentrarse, a veces los pensamientos fluyen por su mente como si fueran transeúntes despistados por la Gran Vía, que se dejan llevar. Y llenan su presente de vencida de imágenes que le proporcionan la fuerza necesaria para continuar cosiendo sin desfallecer. Ella estaba embarazada, le faltaba poco para salir de cuentas. Como sabía que salían tropas cada día hacia el frente de Valencia le pidió a un capitán amigo de su marido que la llevara. Le prestaron un atuendo militar y se metió en un camión como si fuera un soldado más. El traqueteo del viaje en un vehículo tan basto le debió acelerar el parto, porque rompió aguas cuando entraban en Castellón. Se presentó a ver a su marido con el niño ya en los brazos. Nunca olvidará la expresión de sorpresa y de consuelo que se dibujó en su rostro cuando la vio a ella y al niño. Le infundió una bocanada de vida. Cuando él se repuso tuvo que volver a Madrid, otra vez en un camión militar. Su hijo lo hizo dormido sin dar un ruido en una caja de municiones vacía, que le sirvió de cuna improvisada.

Mientras recuerda, inmersa en sus pensamientos y con los ojos embobados en la cara de su hijo, sonríe sin darse cuenta, hasta que la mirada áspera de la regidora se posa sobre su rostro como la sombra de un cuervo.

-¿Qué Dolores, te lo pasas bien? ¿Acaso hoy has venido a distraerte al taller? Aquí se viene a trabajar en serio, Dolores. O aceleras la marcha o no cobras hoy. -Le espeta en tono desabrido-. Yo creo que ese crío te distrae. Hoy solo llevas diez capotes. Como no pegues el empujón esta tarde para llegar al mínimo te cuento un día en blanco. -Insiste la encargada, que tiene alma de carcelera-.

Por dentro tiene un fuego desatado que le quema cada fibra de su cuerpo, pero consigue que las llamas no se asomen a sus ojos. Dolores mira a la encargada con falsa mansedumbre y le segura que cumplirá.

-Como cada día, tendrá usted los 25 capotes cosidos y en perfecto estado, doña Régula -le responde-. Y vuelve a fijar la vista en el carril de la aguja para continuar cosiendo el precio de un jornal: un par de patatas, un puñado de lentejas rancias, un poco de aceite, un pizco de sal, un boniato, 125 gramos de pan negro y un trozo de tocino cuando hay suerte y las fuerzas le llegan para ser la campeona diaria de confeccionar capotes.

Carmen Barrios Corredera

Relato perteneciente al libro Rojas. Relatos de mujeres luchadoras. Utopía libros, 2016.

Carmen Barrios Corredera
Carmen Barrios Corredera
Comenzó en Mundo Obrero en los 80, de allí saltó de medio en medio, de gabinetes de comunicación a revistas y viceversa, hasta que llegó a la revista Temas. Ha recibido varios premios de literatura y de fotografía, y realizado diversas exposiciones de fotografía en la Fundación Antonio Gala de Córdoba y el Ateneo de Madrid, entre otros lugares. Ha publicado libros de poemas y fotografías con el epígrafe Espacios Comunes. Ha dirigido el documental "Por mí y por todas mis compañeras, mujeres en lucha", que ganó la II edición de las becas Residencia Artística UNED. Es autora del libro de relatos "De palabras como lenguas en tu boca" (2019), pero si algo la ha colocado en la primera plana de la narrativa es sin duda su saga de «Rojas»: "Rojas. Relatos de mujeres luchadoras" (2016), "Rojas, violetas y espartanas" (2018) y "Rojas y trabajadoras" (2021).

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