Por fin consiguió sentarse un ratito a descansar delante del televisor. Estaba realmente cansada, se acordó que dentro de una hora tenía que empezar a arreglarse para ir a la cena del 40 cumpleaños de su hijo, miró el reloj del salón, marcaba ya las seis y media, cogió el mando del televisor y haciendo zapping se dio cuenta que sólo estaban poniendo los típicos programas tan aburridos que hay por las tardes. Apagó el televisor pues no le interesaba nada de lo que se ofrecía.
De pronto recordó que tenía otra cosa más importante que hacer, arreglar la falda del disfraz de carnaval de una de sus nietas. Se dirigió al cuarto de la máquina de coser. Encima de la cama estaba aquella bonita falda de princesa, sólo tenía que cogerle el dobladillo. Se acercó a la estantería donde se encontraba el costurero para buscar un hilo apropiado, pero su mirada no pudo resistir y se detuvo sobre los álbumes de fotos. Por lo menos había diez, todos ordenados en fila y de diferentes colores y formatos. Toda su vida estaba allí reflejada a través de las fotos; éstas contenían muchos recuerdos y reavivaban sensaciones ya olvidadas.
En el primero de estos álbumes una etiqueta indicaba “fotos de la infancia”. Sintió la necesidad de volver a ver una vez más aquella etapa de su vida. Abrió la primera página y en ella se encontraban dos fotos en blanco y negro. La primera era de su madre que tenía en brazos a su hermano mediano; la segunda foto era algo más pequeña. En un extremo se podía leer una fecha: agosto de 1936. La foto era muy típica, la que siempre se hace a los soldados con su uniforme antes de dejar a sus familias, pero, para Manoli, nuestra protagonista, tenía un significado mucho más profundo. Era el principio del fin de su vida apacible de niña, sólo tenía siete años cuanto todo comenzó. Estos recuerdos la hacían estremecer.
Era la foto de su padre, su tío y Pepe, vestidos de uniforme. Su mente se trasladó a estos tiempos y brotaron agrios recuerdos. Recordó el día en que su padre decidió alistarse al ejército republicano, se sentó en la cama y siguió recordando. Se sumergió en sus pensamientos y poco a poco la foto inanimada se convirtió en un agujerito por donde ella podía ver con claridad todo el ambiente de aquellos días. Parecía que podían oír las risas y bromas de su padre a su cuñado Santiago y a Pepe, su amigo del alma, a pesar de la gravedad de ese momento. Su padre nunca perdía el buen humor, “vamos que parecemos aceitunas, menos mal que no vamos a Andalucía si no nos confundirían seguro” – “venga Florencio no digas tonterías- respondió Santiago con su habitual seriedad.
Los tres hombres se dirigieron hacia el fotógrafo para preguntarle cuándo podían recogerla, él les dijo que, dentro de una semana, pero ya era demasiado tarde; ellos se iban a defender Madrid dentro de dos horas. Así que su madre, Angelita, iría a por ella. Aquel calor tan agobiante se entremezclaba con la incertidumbre que tenía Manoli sobre a dónde iba su padre. Sabía que una guerra había empezado, pero no conseguía entender muy bien por qué, porque su padre y su tío Santiago tenían que separarse de ella. Estaba sumida en sus pensamientos cuando sintió una mano familiar encima de su hombro, miró hacia atrás y vio la cara de su padre. Éste había intuido la tristeza de su hija e intentando quitarle importancia a su marcha dijo cariñosamente: “¿Qué te pasa chiquilla?, estás hoy muy pensativa” – ¿cuándo te voy a volver a ver?” –contestó Manoli-.
Una sonrisa se dibujó en la cara de su padre que dio seguridad a la niña; “No te preocupes por eso, no será mucho tiempo, vamos a hacer una cosa”. A Florencio se le ocurrió coger una castaña del suelo y diciéndole estas palabras: “Esto es como una pequeñita parte de mí yo te la doy para que cuando me vaya sepas que estaré siempre contigo. No la pierdas ¿vale? Manoli al escuchar esto se sintió un poco más reconfortada, pasó un buen rato mirando la castaña pensando en lo que le había dicho su padre. Poco a poco las tres familias fueron dejando atrás la frondosa arboleda del Retiro para dirigirse a la estación de Atocha, el lugar desde donde el tren iba a partir. Por fin llegaron al andén indicado. Un gran alboroto se había desplegado, había grupos que entonaban canciones ya conocidas por Manoli, pero de las que no entendía muy bien su significado. Llegaron al vagón donde debía subir su padre, era el momento de la despedida.
Cada familia abrazó a sus hombres, Manoli vio que su padre asomó la cabeza por la ventanilla, su hermano mayor la cogió de la mano intentando insuflarle ánimos. El tren arrancó con un chirrido y poco a poco se fue alejando. Angelita se propuso ya a la vuelta dar un paseo por la Castellana. Las otras dos familias asintieron. Los niños se adelantaron jugueteando y dando patadas a las piedras para ver quién las mandaba más lejos. Absortos en sus juegos llegaron hasta la plaza de la Cibeles, pero cuando Manoli levantó la vista se quedó asombrada; la Cibeles ya no estaba, en su lugar había muchos sacos de tierra amontonados. Corrió y le preguntó a su madre que por qué había desaparecido.
Esto hizo reír a los demás y Angelita respondió “no hija está debajo”, lo que pasa es que hay que protegerla para que no la destruyan las bombas. Los días fueron pasando, alguna noche tuvieron Angelita y los tres niños que bajar a los sótanos de la casa porque Madrid era bombardeada por los franquistas. Manoli veía esto como una novedad, una oportunidad más para jugar con los demás niños del barrio en estos sótanos. Un día la niña dormía en su habitación. Una conversación la despertó, oyó la voz de su madre y pronto reconoció la de su padre, había vuelto. Con ganas de darle un abrazo se levantó, apartó la cortina que separaba la habitación del salón y salió. Su padre en cuanto la vio le estrechó entre sus brazos.
Manoli le preguntó si se iba a quedar ya para siempre; Florencio no dio una respuesta a esta pregunta, pero le dijo que ellos se irían de viaje a una ciudad que tenía playa, Valencia. Florencio pasó unos cuantos días con ellos. Una noche asustada por los gritos de la vecina de abajo, Manoli salió sobresaltada de su dormitorio. Vio a su padre vestido de teniente con el rostro muy serio, Manoli pensó que se iba de nuevo a la guerra. Florencio bajó con la vecina y al cabo de un rato regresó. Años más tarde Manoli sabría por su madre la razón de aquel incidente. Un grupo de milicianos exaltados pretendía llevarse al vecino de abajo que ellos consideraban de derechas para darle lo que entonces se llamaba “el paseo”. Florencio al bajar vestido de teniente del ejército republicano les disuadió e impidió que se lo llevaran indicando que era amigo suyo. El recuerdo que conservó Manoli del viaje a Valencia se quedó muy vago. Sólo tenía en mente las palabras que su hermano mayor Antonio le dijo: “Hay que irse rápido porque los franquistas pueden sitiar Madrid y entonces ya no podremos salir ni ver a papá”.
En aquella ciudad costera la vida era mucho más tranquila. De vez en cuando solían ir a la playa las tres mujeres con sus hijos. Los niños jugueteaban haciendo castillos de arena o bien saltaban y corrían sintiéndose como las gaviotas que volaban sobre sus cabezas, un poquito libres. Volviendo un día de la playa, se encontraron al cartero en la puerta de la casa donde vivían. Les dio únicamente una carta. Angelita se dio cuenta que era de su marido. Desde el frente del Ebro, Florencio les comunicaba que salieran cuanto antes de Valencia para dirigirse a Montgat, un pueblo cerca de Barcelona. Las tropas franquistas iban a cortar la zona republicana por la desembocadura del Ebro. Y si no se iban a Barcelona su padre quedaría en la otra zona. Se trasladaron las tres familias hacia Cataluña siguiendo las indicaciones de Florencio, como muchos refugiados que se encontraban en la misma situación.
En el tren el ronroneo monótono de la máquina de vapor hizo que Manoli se adormeciera. Cuando abrió los ojos vio que el tren estaba parado. Su madre la cogió de la mano y le dijo que ya habían llegado a Montgat; era un pequeño pueblo costero en las faldas de una montaña. Se alojaron Angelita con sus tres hijos, Consuelo con su hija, y Lupe con su hijo, en una casa de un suizo amigo de Pepe que había abandonado el país al empezar la guerra. Fue en Cataluña cuando realmente empezaron a pasar hambre. La comida escaseaba porque la guerra estaba muy avanzada. Se las arreglaban como podían para conseguir alimentos. Un día salieron a comprar comida por las granjas de los alrededores, pero como sólo tenían dinero republicano los payeses no querían venderles nada. Después de haber recibido muchas negativas, llegaron a una granja donde había conejos metidos en jaulas.
Cuando se iban, tras otra nueva negativa, abrieron las jaulas y cogieron un par de conejos, echando a correr lo más rápido que pudieron. Manoli no sabía si estaba bien o mal robar conejos, pero la verdad es que fue el conejo al ajillo que mejor le supo en la vida. Pasaron algunos días y desde la última carta que recibieron en Valencia, la familia de Manoli no sabía nada de Florencio. Angelita estaba un poco inquieta, pero Consuelo, su cuñada, la tranquilizaba diciéndole que era normal que no escribiera porque ahora que la guerra había empeorado para ellos, estaría más ocupado que nunca. Angelita había empezado a recobrar sus esperanzas cuando una carta de Pepe llegó, en ella se anunciaba la desaparición de Florencio, después de haber subido a un coche con un capitán, un comisario político y su chófer para avisar en Gandesa de la retirada de las tropas republicanas.
Al leer esto Angelita no podía asimilar todavía lo que la carta narraba. Con lágrimas en los ojos se la pasó a Lupe y su amiga comunicó el terrible suceso al resto. Angelita entre sollozos repetía una y otra vez: “No puede ser, no puede ser”, Manoli estaba aturdida por la rapidez de los hechos. Poco a poco le invadió una gran tristeza. Los días fueron pasando con la incertidumbre del futuro que les esperaba. Una noche Barcelona se iluminó y Manoli se asomó a la ventana. Era un espectáculo precioso, pero esto indicaba que se habían acabado los bombardeos y las tropas franquistas habían entrado en la ciudad. Días antes largas caravanas de refugiados habían pasado por el pueblo dirigiéndose al exilio por la frontera francesa. En una de ella llegaron Santiago y Pepe, recogieron las pocas pertenencias que podían llevar y se despidieron de Angelita y sus hijos entre abrazos y lágrimas.
Una mañana Manoli escuchó desde su cama la radio que anunciaba el fin de la guerra: “cautivo y desarmado el ejército rojo, las tropas nacionales han alcanzado sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”. Aquel mensaje representó para Manoli el fin de su niñez y el principio de una amarga adolescencia.
Epílogo
- Florencio Velasco fue fusilado en Gandesa junto a otros oficiales. Ellos entraron en el pueblo pensando que estaba todavía en poder del Ejército republicano; al entrar los franquistas les apresaron.
- Santiago, Pepe y sus familias marcharon a Francia al exilio del que volverían años después.