Un paseo por las barricadas

La revolución en los países capitalistas desarrollados


No sé si a vosotros os habrá ocurrido alguna vez, pero a mí de vez en cuando me entra alguno y me habla de la revolución, osease del enfrentamiento frontal con el aparato de estado y su destrucción, y entonces lo único que se me ocurre pensar es si será el espíritu de Durruti o alguien que, por circunstancias que no podemos explicar, se quedó anclado en la toma del palacio de invierno; algo que no deja de estar bien si lo que se pretende es vivir del mito o de las glorias del pasado, pero lo que no puede ser, de ninguna de las maneras, es olvidar que estamos en el siglo XXI, en Europa, y que ciertas tácticas de lucha forman parte de un pasado ya remoto: ningún país europeo hizo jamás una revolución socialista en condiciones normales. Ni siquiera La Comuna de París (una revolución verdaderamente extraordinaria) pudo hacerse al margen de la guerra: lo que hicieron los revolucionarios en aquel momento fue aprovechar el caos de la guerra franco prusiana (1870) para hacer su revolución en París, una revolución que culminaría en derrota por no atacar a tiempo a Versalles.

La revolución rusa solo fue posible durante la primera guerra mundial, tras la invasión de las tropas alemanas y quedar más que diezmado el ejercito de los zares: solo entonces pudieron los bolcheviques tomar el poder, hecho que llevaría al ejercito rojo a una guerra de más de dos años contra los blancos y sus aliados (franceses, ingleses, japoneses y «americanos»), cosa que llevó necesariamente al gobierno de los soviets a invertir el 40% de su producto nacional bruto en defensa. Y ninguno de los países llamados del este (Polonia, Checoslovaquia, Rumanía, Bulgaria, etc.) hizo revolución alguna: fue el ejercito ruso el que, durante la segunda guerra mundial y según iban avanzando hacia occidente, tomó todos esos países, y parte de Alemania, al objeto de proteger sus fronteras, ampliarlas y llevar el espíritu estalinista hasta donde fuera posible. No se trata pues de historias independientes, a excepción de Yugoslavia, ya que lo primero que hicieron una vez tomadas esas naciones fue colocar gobiernos afines para, acto seguido, dirigirlos desde el Kremlin.

Con los chinos sucedió algo parecido: la victoria de los revolucionarios, después de muchos años de lucha (incluida una marcha colmada de heroísmo), solo pudo llegar tras la segunda guerra mundial y en una situación en la que el ejército nacionalista de Chiang Kai-shek había sido diezmado por la invasión de las tropas japonesas, entre mil novecientos cuarenta y tres y mil novecientos cuarenta y cinco, algo que las tropas niponas no pudieron conseguir en relación a las milicias comunistas, que, lideradas en parte por Mao Tse-Tung (un estudioso que no quiso ser campesino), emplearon una lucha de guerrillas en la que los muertos casi siempre eran los invasores. Ganada al fin la guerra contra Japón, se rompe la alianza entre nacionalistas (muchos menos ahora) y comunistas para continuar una guerra entre chinos que culminaría con el triunfo de los revolucionarios, un triunfo que, sin duda ninguna, se debió a la genialidad en el campo de batalla del hombre que durante muchos años sería el líder indiscutible del país.

Los únicos que hicieron una revolución en toda regla, y tal como supuestamente la proclamaban Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, fueron los cubanos y los nicaragüenses; sin embargo, también hay que tener en cuenta que para que una revolución de estas características pueda hacerse, tienen que darse tres circunstancias fundamentales: vivir en dictadura, aunque no tiene por qué ser absolutamente necesario; disponer de territorio adecuado para la guerrilla, ya que en un sitio como el Sahara la cosa sería impensable, y que los ejércitos no sean tales (como en Europa, por ejemplo) sino guardias nacionales que, como en el caso de Cuba o de Nicaragua, no solo se las podían combatir, aunque con mucha dificultad, sino también derribar. Nada que ver por tanto con el continente donde vivimos, donde, ni existen dictaduras, al menos en la teoría, ni guardias nacionales tipo tercer mundo sino ejércitos imposibles de derrocar. Y eso sin hablar de la OTAN, que, ante cualquier proceso revolucionario, intervendrían sin ningún tipo de escrúpulos.

Ahora la revolución, y concretamente en Europa, se hace día a día en las fábricas, en el campo, en la universidad, cambiando la mentalidad de las personas, ganando cada día parcelas de poder para los trabajadores, democratizando la justicia, los ayuntamientos, los cuerpos policiales, el ejército, para que llegado el momento sepan respetar la voluntad de los pueblos. Y sí, soy consciente de que este tipo de lucha que propongo será tan dura como larga, pero es lo que hay y por lo que debemos seguir trabajando. Por eso no puedo entender a todos esas personas que se niegan a caminar en la profundización de la democracia, la participativa, quiero decir, que es la que nos interesa. Porque aquí de lo que se trata es de avanzar hacia más espacios de libertad. Estas y no otras son las formas de lucha en Europa y en cualquier país desarrollado: formas pacíficas y democráticas, a ser posible, pero eso sí, sin renunciar nunca a la eliminación del capitalismo o de cualquier otro sistema basado en la explotación y en la esclavitud.

Juanjo Galeano Martín
Juanjo Galeano Martín
Bilbao, sindicalista y miembro de la revista LETREN EURIA

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