El fin de la lucha armada, aunque parezca mentira, fue una verdadera tragedia para muchos: periodistas expertos en ETA y que vivían de la sangre; policías antiterroristas que dejaron de ser necesarios; fascistas a los que la existencia de la organización les vino de maravilla al objeto de restringir libertades (y entre los que siempre se han encontrado a miembros de los respectivos gobiernos españoles), empresas de guardaespaldas y, cómo no, mierdas a los se les acabó el chollo de cobrar una pasta por hacer de chivatos: ETA, por si alguno no se ha enterado todavía, es agua pasada, por eso no deja de sorprenderme que todavía hoy, pasados no sé cuántos años ya de su desaparición, haya personas que sigan llamando «terroristas», o «amigos de los terroristas», a todos esos que, convencidos de que por ese camino no se iba a ninguna parte, decidieron poner punto final a dichas actividades.
Pero ya hemos visto sin embargo lo eficaz que puede llegar a ser, ante cierto gentío y al objeto de desprestigiar al contrario, llamarlos tal o cual o recordarles, como si ellos no lo supieran, su paso por la organización. ¿Alguien se imagina a Gerry Adams o a Pepe Mújica, dos destacados guerrilleros en otro tiempo, teniendo que escuchar este tipo de cosas? Nadie se lo imagina, pero así somos en el territorio que nos habita: «lo que ha sido uno», me decía una escritora flamenca vinculada a ETA en otro tiempo, «ya lo es para siempre». No estaría mal en todo caso verter algunas palabras más en relación a este fenómeno: «terrorismo», en términos generales, es esa violencia que algunos ejercen contra nosotros, pero cuando somos nosotros los partícipes de semejante cosa, jamás se nos ocurriría llamarlo «terrorismo». Así pues, nunca faltarán individuos que califiquen de «terrorismo» a las actividades de ETA, por poner un ejemplo, y de caballerosas a las acciones del GAL.
Pero sigamos. ¿Quién se atrevería hoy a llamar «terroristas», después del triunfo de la revolución cubana, a aquellos primeros revolucionarios que empezaron cometiendo atentados en la Habana? Nadie lo haría, porque nadie es tan estúpido, aunque los haya, de llamar «terrorismo» a una violencia más que justificada y cuyo objetivo último era una revolución socialista: los defensores del sistema que nos tiene, no están precisamente en condiciones de llamar terroristas a nadie: el capitalismo es un sistema basado en la violencia, y que no puede vivir sin la violencia; solo hay que observar las políticas de los Estados Unidos, buscando guerras por todas las esquinas, para darnos cuenta de lo que decimos. Permitidme por un momento reproducir aquí las palabras de Saco, en «Saco y Vanzetti», ante el fiscal Gasman: «Hace siete años que usted me cuenta la misma historia, y yo le vuelvo a repetir que la sociedad en la que ustedes me obligan a vivir, y que nosotros queremos destruir, está construida sobre la violencia: mendigar una vida por un mendrugo de pan es violencia; la miseria, el hambre que padecen millones de hombres es violencia, el dinero es violencia, la guerra e incluso el miedo a morir que todos tenemos cada día, pensándolo bien, es violencia.»
ETA, volviendo al meollo de asunto, era una organización armada que luchaba por la independencia y el socialismo en Euskadi, y a nadie, a excepción de unos cuantos fascistas, se le ocurrió llamarlos «terroristas» hasta el quince de junio de mil novecientos setenta y siete, fecha en la que, al iniciarse un proceso democrático en España, las armas dejaron de tener sentido. (No debemos olvidar, llegados a este punto, que dicha organización nace de la necesidad de responder a la dictadura con las mismas armas que ellos utilizaban contra el pueblo, aunque solo fuera como una forma de resistencia: no creo que nadie dentro de ETA, a excepción de los más ilusos, pensara nunca en una victoria sobre el estado, de hecho, y por cuestiones de seguridad, nunca llegaron a tener más de quinientos militantes en sus filas).
El problema de la lucha armada consiste en saber cuándo debe comenzar, si es que debe comenzar, y cuándo terminar. Y en el caso que nos ocupa, que ya es mojarse en los tiempos que corren, la lucha armada durante la dictadura estaba perfectamente justificada (pero como soy consciente de que más de uno se va a preguntar por qué estaba justificada durante la dictadura, paso a explicar el porqué: en este país, en Julio de 1936, una banda de criminales a sueldo de la patronal, se sublevaron contra un gobierno legítimo -encarcelaron a los demócratas, los torturaron y los mataron-. ¿No fue este acaso un motivo más que suficiente para que el pueblo se defendiera con las mismas armas que otros habían utilizado para reprimirlos? O yo estoy loca o algo funciona mal en mi cabeza: a los chilenos y a los argentinos, tras el golpe de estado en esos países, los torturaban y los tiraban al mar desde los aviones, pero claro, el pueblo no podía utilizar las mismas armas para defenderse. ¡Qué ironía! Pero quiero sin embargo añadir algo más: en cierta ocasión, un poeta de cuyo nombre no quiero acordarme, me dijo que «se puede morir por una idea, pero nunca matar por una idea», lo que viene a significar, ni más ni menos, que aquellos rusos o chinos o cubanos que un día decidieron tomar las armas contra una banda de criminales, estaban absolutamente equivocados, es decir, que el pueblo, según parece, tenía que aguantar impertérrito a sus criminales por mucho que estuvieran sufriendo). Y así lo vieron también, dentro del estado español, muchos de los miembros del Partido Comunista, que lucharon hasta mil novecientos cincuenta en las montañas de Asturias y León, y años más tarde, hacia mil novecientos cincuenta y cinco, entrando por el Valle de Arán. (También en los años setenta existieron grupos armados como el FRAP o el GRAPO, formados, muy probablemente, por exmiembros del Partido comunista.
«Los grupos armados (decía un tal Gramsci, el comunista más talentoso de Europa) sólo tienen justificación cuando están respaldados por el pueblo». Y ya lo creo que ETA lo estuvo. Y si no que se lo pregunten a los miembros del Partido Nacionalista Vasco, esos que sólo vivieron para recoger los frutos de la violencia, aunque fueran pocos: jamás movieron un dedo contra las actividades de la organización. Y diré más: cuando en mil novecientos ochenta y tres (escribo a bote pronto y sin mirar datos ni fechas), Mario Onaindia negociaba con Rosón y ETA político militar el fin de los «polimilis», un tal Arzallus, presidente del PNV por aquel entonces, se reunía con los miembros de dicha organización para decirles que aquel «no era precisamente el mejor momento para abandonar las armas» (contado por Juan Mari Bandrés, un hombre muy poco dado a decir mentiras). Y termino. ETA se acabó. Pongámosle punto final y para siempre tanto en las palabras como en los hechos.