«¿Qué importaba eso? Lo que yo quería era
vivir en una cueva en el Colorado con víveres
y comida para tres años. Me limpiaría el culo
con arena. Cualquier cosa, cualquier cosa que
evitara que me ahogase en esta existencia
monótona, trivial y cobarde»
Charles Bukowski
Me gusta ir al rastro. Y no importa a qué rastro porque me gustan todos. Ayer mismo, y viendo que no tenía donde meterme cuando llovía a cántaros, me acerqué a esa plaza llamada de los zarrapastrosos al solo objeto de mirar lo que sea, cualquier cosa, escudriñar tal vez en las entrañas propias y preguntarme, una vez más, el porqué de mi existencia todavía.
Y no sé por qué me pasa, pero siempre que voy a ese tipo de mercados me ocurre algo inesperado: unas veces me encuentro con algún hijo puta, al que no veía desde hace años, y otras con otro que no lo es, y entonces nos vamos a celebrarlo a la taberna del mar o a algún otro chiringuito apestoso de los alrededores porque de lo que se trata, sobre todo, es de hablar, hablar por los codos y aunque no tengas nada que decir, pero hablar hasta que se te seque la lengua y no puedas con el alma, y luego, mirar a los ojos al pavo que te escucha y con toda la ternura del mundo, soltarle aquello de, “a tomar por culo, cabrón, que ya está bien de tanto rollo”. Otras veces te encuentras con uno al que le debes dinero y recurres a dios para que lo elimine del mapa, pero nada sucede: siempre se te acercan con disimulo, como quien no quiere la cosa, y al final, ya muy cerca de tu oído, oyes la misma canción que nunca quieres oír: “oye, chica, a ver cuando hablamos de lo nuestro”, y lo nuestro, por si alguno no lo sabe, no son sino cien pavos de los que ya ni recuerdo el color.
Pero no, en esta ocasión ni amigos antiguos ni acreedores turbaron mi paz. Esta vez, y más de repente que nunca, “Factótum”, la mejor de las obras de Bukowski, aparecía ante mis ojos en DVD como un milagro de esos que sólo dios tiene los huevos de hacer.
A mi memoria en seguida acudieron aquellas líneas casi de la infancia y cómo el nombre de Henri Chinaski entró en mi vida para siempre: “lo que yo te diga, tronk; tienes que leer a Bukowski”, me dijo un pibe, medio enano entonces, que ni se atrevía a meterme mano ni a darme un mordisco en la zona de la yugular, ¡y eso que se lo puse fácil! Pero así fueron las cosas aquel día: el pecoso, que así le llamábamos porque tenía pecas como monedas de un céntimo de euro, hablaba y hablaba pero no había forma de que los huevos le bajaran de la garganta. Estaba acojonao; sin duda lo estaba, pero era así como nos gustaban los hombres entonces: tímidos y acojonaos, porque sabías que podías hacer con ellos lo que quisieras.
¡Así éramos cuando la edad del pavo!
No diré su nombre en esta cosa, pero el chico del que hablamos, que me enseño de todo menos la minga, hoy vive en Berlín y es un grandísimo pintor; a él le debo mi adicción a Bukowski y a ese mundo de los bajos fondos del que tanto nos habló con su pluma y con su alma; con su alma, sí, porque Henri Chinaski, protagonista de casi todos sus escritos, no fue sino un hombre que escribió desde el alma.
Ahora, y después de tanto tiempo, miro de nuevo en mis estanterías y aparecen los “escritos de un viejo indecente”, el primer libro que leí de este borracho pendenciero, tan mío como de cualquiera, pero más mío, y recuerdo los artículos que me incitaban, una y otra vez, a seguir leyéndole. Recuerdo, cómo no, aquel periódico de su amigo, el de la barba roja, donde publica aquellos escritos que nadie se hubiera atrevido a publicar; y luego “la senda del perdedor”, ahí está, al lado del primero, y que no es sino la historia de su infancia, de sus primeras pajas y de su soledad -a excepción de los mierdas que se le juntaban- por culpa de unos bultos en la cara que más que acné eran nueces encendidas. De ahí su extraña misoginia, su odio al mundo y cuanto existe, su amor al tinto, a la cerveza a veces, y otras, las más acaso, al duro Whisky de las tabernas míseras.
Yo le amaba entonces y le sigo amando todavía.
Más tarde llegaría “Factótum” -ahí está también, entre los otros, con un lavabo de retrete oscuro en la portada-, oh, sí, la esencia misma de su puta vida: los sueños de un hombre sin sueños, de un hombre que no sabe qué es lo que quiere en esta triste existencia que nos ocupa; de un hombre que por encima de todo no quiere ser nada excepto, tal vez, un escritor honrado, pero he aquí que todavía ni siquiera tiene una novela con la que poder presentarse; si acaso unos pocos relatos y eso es todo. Aunque de lo malo malo, ya ha empezado a follar, a meter la polla bien adentro, y eso, quieras que no, le ayuda a seguir viviendo.
Luego vendrían todas las demás obras: “Se busca una mujer”, “Música de cañerías,” “Cartero”, “La máquina de follar” y, finalmente, sus libros de poemas: “El amor es un perro del infierno”, “Adelante” y “Escrutaba la locura en busca de la palabra, el verso, la ruta”, entre otros; libros que, todo hay que decirlo, poco tienen que ver con su prosa; aunque también es cierto que yo los he leído en castellano.
No puedo más y es tarde, sin embargo, tampoco quiero dejarlo sin antes traer a la memoria el mejor de todos sus relatos, y que no es otro que la historia de una bruja que para luchar contra la superpoblación no se le ocurre otra cosa que reducir a los hombres a quince centímetros de longitud, medida más que suficiente para, según ella, satisfacer también sus necesidades sexuales. Y ahí nos encontramos de nuevo a Henri, reducido y sin poder hacer nada, mientras la bruja lo deslizaba dentro de su vagina. Hablamos, naturalmente, de “quince centímetros”.
Ayer fue cuando me reencontré con el viejo cabrón. Estaba en un puesto del rastro, en una carátula blanca, con traje y corbata, y me miraba como sólo él sabía hacerlo. Eché un vistazo a mi entorno, metí el DVD en mi mochila con disimulo y salí del mercadillo casi corriendo (os aseguro que ni el mismísimo Henri lo hubiera hecho peor cuando robaba pepinillos para poder comer). Y no, no era precisamente el de la peli el Bukowski que yo guardaba en mi memoria: éste que veía era guapo, grande, esbelto, aunque muy pronto aparecería el loco de mis días de gloria y que lo era porque “qué otra cosa puede hacer un hombre en esta vida sino volverse loco”, loco por un polvo, por una botella de Whisky barato o por una cerveza recién traída de la mismísima Taiga.
Os juro que por un momento quise entrar en la película, llevarme a Henri a la cama y disfrutar con él de una noche larga de vino y sexo. Y odiaba a Lili Taylor, y a su madre y a su padre, por ocupar el puesto que solo a mí me correspondía.