EL Salvador «Historia de una desilusión» Parte XI: Represión y Derechos Humanos

En la mayoría de los países del  área centroamericana, dadas sus estructuras políticas y el regular establecimiento de dictaduras militares, la persistencia de relaciones de sobreexplotación de los trabajadores, la permanente y nefasta intervención de los EE. UU., y consecuentemente, la existencia de movimientos guerrilleros con distintos grados de organización creó desde muchas décadas atrás una deteriorada situación en lo referente al respeto de los derechos humanos.

En Centroamérica, la falta de seguridad y la imposibilidad de realizar actividades sociales o políticas sin correr el riesgo de perder la vida o sufrir agresiones físicas,  llegó a trastocar los conceptos de respeto a la vida y a la libertad del individuo. Se nace y se muere con la misma facilidad. Para analizar en Centroamérica las violaciones de los Derechos Humanos hay que diferenciar dos tipos, aunque ambos suelen entremezclarse: las violaciones de derechos humanos institucionales, cuyos autores tenían el respaldo de organismos y estructuras políticas definidas, la otra forma eran los que se cometían con absoluta impunidad, son resultado de conflictos o ajustes de cuentas entre personas con intereses, o a veces, opiniones diferentes.

El Salvador era conocido como el país de los «Escuadrones de la Muerte». Los Escuadrones de la Muerte, que prácticamente formaban parte de la estructura militar oficial, no eran otra cosa que grupos de soldados o suboficiales vestidos de civil que, bajo el mando directo de oficiales de confianza del alto mando militar, ejecutan o hacen desaparecer a las personas «incómodas» para el régimen de turno. El objetivo de éstos era no sólo aniquilar físicamente a los opositores, sino también crear un clima de terror entre la población. Para ello secuestran a una persona y su cadáver, si aparece, está tan desfigurado o mutilado que resulta imposible su reconocimiento, o, por el contrario, dejan el cuerpo en un lugar fácilmente localizable, a fin de que los familiares lo encuentren.

Los Escuadrones de la Muerte hacen su aparición en la sociedad salvadoreña entre 1961 y 1962. Es un secreto a voces que algunas de las personalidades implicadas en las actuaciones de los escuadrones son el antiguo presidente de El Salvador, Alfredo Cristiani, y el ex-presidente de la Asamblea Legislativa y fundador del Partido ARENA, Roberto D’Aubuisson.

Desde su fundación estos Escuadrones actúan en un clima de absoluta impunidad, la misma impunidad que caracteriza las actuaciones de las Fuerzas Armadas y de los Cuerpos de Seguridad Pública.

Se puede identificar claramente un recrudecimiento de la violación de los derechos humanos a finales de la década de los setenta. Esta etapa se inicia después de finalizada la guerra con Honduras. El ejército, fortalecido, logra ejercer un control cada vez mayor de todas las  áreas de la vida pública y restringe cada vez más las libertades civiles. Como respuesta se encuentra con manifestaciones populares a las que responde con disparos contra los manifestantes, con arrestos y con las primeras desapariciones forzosas.

Paralelamente tiene lugar un recrudecimiento de las acciones de los Escuadrones de la Muerte, que como ya se ha mencionado, están orgánicamente vinculados con las estructuras militares. Esta situación llega a su apogeo con el Golpe de Estado de 1979 y con el asesinato del Arzobispo de San Salvador, Oscar Arnulfo Romero, en marzo de 1980, cuando oficiaba una misa. Este homicidio contribuye aún más al clima de enfrentamiento entre la población civil, el FMLN y las fuerzas gubernamentales.

En 1980 se instaura un estado de excepción que durará, con intervalos más o menos largos, hasta 1990. Mediante este estado se legaliza la práctica de allanamientos y detenciones sin orden judicial durante períodos de tiempo de hasta quince días. Al mismo tiempo aumenta el número de personas asesinadas por sospechosas de pertenecer, apoyar o simpatizar con cualquier actividad opositora.

El caer preso en manos del ejército, o de cualquiera de los cuerpos de policía, equivalía irremediablemente a ser sometido en mayor o menor grado a golpes, descargas eléctricas, quemaduras de cigarrillo, inmersiones, semiafixias con capuchas revestidas de cal, privación de agua y alimentos durante largos períodos y agresiones sexuales.

A lo largo de la década de los ochenta y gracias al asesoramiento «profesional» de militares norteamericanos, las fuerzas de seguridad comenzaron a recurrir con más frecuencia a los tormentos psicológicos. Recordemos que Reagan estableció en Centroamérica la frontera de la lucha contra el “comunismo”, invierto grandes recursos en para a los “subversivos”.

Helicópteros norteamericanos en operaciones de “ayuda”

Víctimas de la tortura caen también los familiares de los presos como forma de arrancarles confesiones extrajudiciales. Asimismo, han ocurrido varios casos de secuestros, desapariciones y asesinatos de niños, hijos de activistas de la oposición como medida de presión a los padres para que abandonen su actividad. Uno de los más conocidos, y que levantó una ola de protestas a nivel nacional e internacional a mediados de los ochenta, fue el secuestro y desaparición del hijo de tres años de una de las dirigentes de la Comisión de Derechos Humanos de El Salvador. El niño fue secuestrado por hombres vestidos de civil y posteriormente ejecutado. Su cadáver apareció después de varios días con marcas de cigarrillos y las uñas de las manos y los pies arrancadas.

Entre las principales victimas de la falta de respeto a los derechos fundamentales han estado los sindicalistas, dirigentes estudiantiles, dirigentes de organizaciones populares de las zonas rurales, activistas de organizaciones religiosas, etc.… . Con especial ensañamiento han sido perseguidos los miembros de las asociaciones de defensa de los derechos humanos como la CDHES y el Comité de Madres y Familiares de Presos y Desaparecidos Políticos (CODEFAM). Las causas de esta represión residen en el hecho de que los resultados de sus denuncias e investigaciones han traspasado las fronteras nacionales, con el consiguiente desprestigio para el Gobierno y el ejército de la época.

Después de las elecciones presidenciales de 1984, el democristiano José Napoleón Duarte intenta normalizar la situación reinante y crear al menos la apariencia de un Estado de Derecho. En agosto de ese año constituye una Comisión Especial encargada de investigar las violaciones a los derechos humanos. Sin embargo, a la Comisión se le niega el acceso a los datos necesarios para llevar a cabo su tarea y sus miembros desconocen hechos vinculados a distintos crímenes de lesa humanidad comprobados, por otra parte, por distintas organizaciones internacionales.

Finalmente, los integrantes de la Comisión optaron por dimitir. De esta forma, las apariencias no duraron mucho, así, las presiones del ejército y las contradicciones en el interior del mismo partido en el poder llevan al presidente a sancionar, en marzo de 1987, el Decreto Nº 618, el cual prevé la detención provisional por períodos prolongados y la admisión de declaraciones extrajudiciales (es decir: declaraciones obtenidas por las Fuerzas de Seguridad durante los interrogatorios) como pruebas de cargo en el proceso de juicio contra un acusado. La aceptación de la declaración extrajudicial como prueba de cargo significa la institucionalización de hecho de la práctica de la tortura por los cuerpos de seguridad.

En octubre de 1987 es asesinado el Coordinador de la CDHES, Herbert Anaya Sanabria, tras una serie de amenazas que los militares y los Escuadrones de la Muerte habían dirigido contra su familia y otros activistas de Derechos Humanos. Anteriormente Anaya había sido detenido bajo acusaciones de colaborar con la guerrilla, y puesto en libertad sin juicio después de un año de prisión. Transcurridos siete meses de su liberación, cae asesinado por hombres vestidos de civil que nunca llegaron a ser identificados pese a que el gobierno prometió una exhaustiva investigación del crimen.

El asesinato del Coordinador de la CDHES coincide con la promulgación de una amplia amnistía para los presos políticos. Esta medida, asumida por el gobierno en cumplimiento parcial de los Acuerdos de la Paz para Centroamérica (Esquipulas II), benefició a unas cuatrocientas personas, muchas de las cuales habían permanecido en cautiverio durante períodos prolongados en espera de ser juzgadas. El estatus de dieciséis presos políticos de especial importancia para el régimen fue cambiado por el de presos comunes y, por lo tanto, las autoridades pudieron seguir manteniéndolos en prisión.

A lo largo de la década de los ochenta, las violaciones de los Derechos Humanos, y la represión en general, siguieron siendo selectivas, aunque, simultáneamente, se ensañan con los habitantes de las zonas rurales. Miles de campesinos, elegidos prácticamente al azar, fueron torturados y asesinados bajo la acusación de apoyar al FMLN.

Helicópteros norteamericanos en operaciones de “ayuda”

En 1981 es creado el Batallón Atlacatl, cuerpo de elite especializado y entrenado en bases norteamericanas para operaciones de «reacción inmediata». El Batallón, al mando del coronel Domingo Monterrosa, inicia su andadura haciéndose tristemente famoso con la realización, en diciembre de ese mismo año, de una operación militar en una zona del norte del departamento de Morazán conocida como el Mozote.

Durante dicho operativo, que duró quince días, fueron asesinados entre novecientos y mil doscientos civiles.  La masacre nunca fue objeto de una investigación oficial. Sin embargo, el hecho fue documentado a fondo por la Oficina de Socorro Jurídico del Arzobispado de San Salvador y por la Comisión de Derechos Humanos. Mientras tanto, portavoces del ejército salvadoreño desmintieron las declaraciones de los supervivientes tachándolas de falsas e «inventadas por los subversivos”.

Los sobrevivientes de la masacre tuvieron que huir hacia Honduras en donde permanecieron refugiados en campamentos protegidos por las Naciones Unidas por espacio de casi diez años. En octubre de 1990, después de la repatriación de algunos refugiados salvadoreños en Honduras, fue presentada ante el Juzgado de Primera Instancia de San Francisco Gotera, de Morazán, una demanda judicial contra el ejército por parte de organismos de defensa de los derechos humanos.

Otros hechos de abierta violación contra los derechos humanos de la población civil de las zonas rurales tuvieron lugar en 1984 realizadas también bajo la responsabilidad del Batallón Atlacatl. En el mes de julio de ese año, unidades del batallón, apoyadas por tropas de los destacamentos militares de Sensuntepeque y de Cojutepeque, iniciaron un operativo militar en los municipios de Cinquera, Jutiapa y Tenancingo, en el departamento de Cabañas.

En el transcurso de este, las tropas masacraron a sesenta y ocho miembros de las comunidades cristianas de la zona, entre ellos veintisiete niños menores de catorce años, once ancianos y varias mujeres, algunas de ellas embarazadas. Los soldados quemaron muchos de los cadáveres de las victimas, destruyendo asimismo setenta manzanas cultivadas de maíz.

A finales de agosto de 1984, en el norte del departamento de Chalatenango, alrededor de cuatrocientos campesinos fueron cercados por efectivos del Batallón Atlacatl en las inmediaciones del río Sumpul, en donde fueron tiroteados. La mayor parte de los campesinos murió a causa de heridas de bala o ahogados en un desesperado intento de salvarse cruzando a nado el río. El informe oficial de esa acción, explicado por el Presidente Duarte durante una conferencia de prensa, sostenía que «lo que ocurrió es que el ejército tuvo informes sobre una avanzada terrorista en ese lugar y se decidió atacar por sorpresa.» Las masacres de campesinos siguen perpetrándose durante los años siguientes.

En enero de 1988, son descubiertos en el departamento de Libertad los cuerpos acribillados a balazos y mutilados de diez campesinos. Dos miembros de la CDHES que intentaban aclarar las circunstancias de estas muertes fueron detenidos por soldados del batallón Atlacatl. El hecho de que periodistas alertados del incidente filmaran la detención, impidió a las autoridades negar la detención y «desaparecer» a los detenidos. En septiembre de ese mismo año el Ministerio de Defensa intenta atribuir a la oposición armada una matanza similar en el departamento de San Vicente.

Sin embargo, según los testimonios de la población local los muertos habían sido detenidos el día anterior por miembros de la V Brigada de Infantería. La matanza fue condenada a nivel internacional. El Estado Mayor informó de la detención de dos oficiales de la V Brigada, hecho rotundamente desmentido por varias organizaciones salvadoreñas de Derechos Humanos. Poco después, el juez encargado del caso dimitió por temor a las amenazas de las que había sido víctima y el caso quedó archivado hasta que un año después, cuando el gobierno norteamericano reaccionó ante la presión internacional, amenazando con disminuir la ayuda militar si el caso no se reanudaba.

Un año especialmente trágico para los derechos humanos en El Salvador lo constituyó 1989, fecha que coincide con la llegada al gobierno del partido ultraderechista ARENA. Así, a principios de ese año, los locales del CRIPIDES (Comité Cristiano Pro-Desplazados de El Salvador) son cerrados. Ya anteriormente la policía había asaltado ese mismo local deteniendo a varias decenas de personas, entre ellas numerosos sindicalistas. La mayoría de los detenidos fueron puestos en libertad al cumplirse las setenta y dos horas de prisión provisional. No obstante, ocho permanecieron en detención durante más de dos meses. Todos ellos, una vez en libertad, denunciaron los malos tratos a los que habían sido sometidos. En septiembre son detenidos, durante una manifestación que intentaba ser pacífica, sesenta y cuatro sindicalistas miembros de FENASTRAS (Federación Nacional Sindical de Trabajadores salvadoreños). Casi todos, sea cual fuere el período de su detención, fueron torturados.

Un ataque contra FENASTRAS, que pretendía ser definitivo, tiene lugar el 31 de octubre. Un atentado con explosivos contra los locales del sindicato causa diez muertos y más de treinta heridos. Horas antes un atentado similar se había perpetrado contra la sede de COMADRES, provocando cuatro heridos.

El atentado contra los locales de FENASTRAS y COMADRES, según todos los indicios, se llevó a cabo como represalia por un ataque con mortero realizado el día anterior por el FMLN contra el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas salvadoreñas. Varias personas vinculadas a la Iglesia habían sido detenidas por el ejército en relación con ese hecho y acusadas de colaborar con el frente.

Sin embargo, no se detuvo a ningún militar ni civil relacionado con los atentados contra FENASTRAS y COMADRES. En noviembre de ese mismo año, tras la negativa del gobierno de retrasar la fecha de realización de las elecciones generales a fin de facilitar la participación del FMLN, se rompen las negociaciones. En respuesta, el Frente inicia una ofensiva militar general como medida de presión para que el gobierno reanude las conversaciones. El gobierno reacciona ante la ofensiva militar decretando el Estado de Sitio e inicia una contraofensiva que incluye el bombardeo de barrios populares en la capital y en su periferia.

Estos bombardeos tienen como resultado cientos de civiles muertos, heridos y desplazados de sus lugares de residencia. Al mismo tiempo, numerosas actividades consideradas en todos los estados de derecho como una forma de oposición pacífica son declaradas ilegales y susceptibles de ser consideradas como actos terroristas. Dos sectores de la sociedad son blanco especial de esas medidas: los que desarrollan actividades sindicales y los que, de una forma u otra forma, están vinculados con los organismos de defensa de los derechos humanos y más específicamente de las personas refugiadas o desplazadas por el conflicto.

El 16 de noviembre, en plena vigencia del Estado de Sitio y en medio del toque de queda impuesto por el Gobierno, un comando formado por miembros del Batallón Atlacatl irrumpe en una de las residencias de los sacerdotes jesuitas de la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas» de San Salvador y asesina a seis sacerdotes y a dos empleadas (entre ellas una menor de 15 años). Entre los asesinados, se encuentra el rector de la UCA, Ignacio Ellacuría y el director del Instituto de Derechos Humanos de esa Universidad, Segundo Montes. Pocas horas antes de su ejecución, la cadena nacional de radio conducida por el ejército había difundido públicamente acusaciones contra los jesuitas, responsabilizándolos de la ofensiva militar decretada por el FMLN. La ola de protestas y la conmoción de la opinión internacional que siguió al asesinato fue tal que el presidente Cristiani se vio obligado a ordenar una investigación, a pesar de que, en un primer momento, el gobierno y el ejército negaron toda vinculación con el asesinato de los jesuitas declarando que «más bien ésta parecía una acción del FMLN, tendiente de crearle problemas al gobierno.»

El gobierno español y el Congreso norteamericano enviaron sendas comisiones parlamentarias para investigar el caso a pesar de los intentos del gobierno salvadoreño y de la embajada norteamericana para obstruir la investigación coaccionando a los principales testigos. Del informe de los parlamentarios españoles, y del posterior informe Moakley (presidente de la comisión estadounidense, Joseph Moakley), se desprende que el asesinato fue planeado y realizado por el ejército salvadoreño.

Las principales conclusiones de la Comisión Moakley señalan que el asesinato de los jesuitas fue planeado por un grupo de militares de alto rango dentro de las Fuerzas Armadas durante una reunión sostenida el 15 de noviembre de 1989 en la Escuela Militar, ubicada en San Salvador. Los participantes en esta reunión fueron el Director de la Escuela Militar, coronel Guillermo Benavides; el jefe de la Fuerza Aérea, general Juan Rafael Bustillo; el jefe del Estado Mayor Conjunto (nombrado posteriormente Ministro de Defensa), general René Emilio Ponce; el Viceministro de Defensa, general Juan Orlando Zepeda, y el Comandante de la Primera Brigada de Infantería, coronel Francisco Elena Fuentes.

La Comisión Moakley determinó que la iniciativa de asesinar a los jesuitas provino del general Bustillo, el cual recibió de parte de los participantes distintos grados de apoyo. Finalmente, el gobierno y el ejército sucumbieron a las presiones y fueron presentados como responsables de las muertes nueve militares salvadoreños, entre ellos el coronel Guillermo Benavides, su asistente, y siete miembros del Batallón Atlacatl. El gobierno y la Fuerza Armada negaron cualquier participación institucional del ejército en la muerte de los jesuitas, declarando que ésta había sido una decisión y una acción «personal» del coronel Benavides.          El jurado del Caso de los jesuitas, en septiembre de 1991, sometido a todo tipo de presiones, condenó únicamente al coronel Benavides y a su asistente por los asesinatos cometidos.

El estado de sitio impuesto en noviembre del 89 cesó en marzo del año siguiente. Sin embargo, ello no se tradujo en una disminución de las ejecuciones extrajudiciales atribuidas a los escuadrones de la muerte. A mediados del 90, los informes de las organizaciones de Derechos Humanos recogieron que, para esas fechas, ya se habían cometido más actos de ese tipo que en todo el año anterior. Un hecho muy importante en este contexto lo constituyó la reanudación del proceso de negociación, bajo los auspicios de las Naciones Unidas y la firma, el 26 de julio de 1990, del Acuerdo de San José, que establecía mecanismos para la salvaguarda y el respeto de los Derechos Humanos en el caso concreto de El Salvador.

Todas las partes del conflicto reconocieron que durante los meses que siguieron a la firma, las violaciones de los Derechos Humanos disminuyeron, sin que ello se pueda entender como el establecimiento de una situación de paz y respeto a las leyes democráticas.

Durante un conflicto armado es muy difícil que alguna de las partes beligerantes pueda realmente evitar violaciones de derechos humanos. Tampoco el FMLN es una excepción. Entre los delitos más comunes figuran, en este caso, las ejecuciones extrajudiciales y los malos tratos a los prisioneros.   La mayoría de esos atropellos se han cometido contra militares o personas vinculadas a los servicios de seguridad. Un caso es el de los dos militares estadounidenses, quienes sobrevivieron al derribo de su helicóptero por las fuerzas del FMLN en enero del 91. Ambos posteriormente fueron ejecutados.

El Frente reconoció su responsabilidad en aquel delito. Sin embargo, a partir de mediados de 1991 se empieza a palpar una evolución en la situación de El Salvador y se vislumbran posibilidades de cambios positivos que impliquen la instauración de un Estado de Derecho en el cual el respeto a los derechos humanos sea una realidad y no una simple declaración de buena voluntad.

En julio inicia su misión en El Salvador la ONUSAL, misión de Observadores de las Naciones Unidas para dar seguimiento al proceso de cumplimiento de los acuerdos entre ambas partes en materia de Derechos Humanos. La instalación de ONUSAL fue difícil, especialmente por la serie de amenazas veladas y abiertas que se formularon contra los miembros de la Misión por parte de la Fuerza Armada y de organizaciones de extrema derecha ligadas al partido ARENA. En ocasiones también la actuación de la ONUSAL había sido cauta y diplomática, ya que algunos de sus miembros intentaron recurrir a la protección del ejército para desarrollar sus tareas en zonas donde el rechazo y el temor de las Fuerzas Armadas era más que patente.

A pesar de todo, y con el múltiple respaldo de sectores nacionales e internacionales, así como de las mismas partes en conflicto, ONUSAL y su División de Derechos Humanos constituyen a partir de 1991 una realidad en materia de seguimiento y denuncia de violaciones a los derechos humanos. Indudablemente, el acontecimiento culminante del largo proceso de negociación fue la firma, el 31 de diciembre de 1991, de un Acuerdo Global entre el FMLN y el gobierno que puso término al conflicto armado existente en El Salvador desde 1980. Una parte importante de los acuerdos fue dedicada al tema de los Derechos Humanos y derechos fundamentales ampliamente entendidos.

El gobierno se compromete a asumir unos derechos fundamentales que deberían ser obvios y evidentes, como el respeto a «la vida, integridad, seguridad y libertad de toda la población civil», y a adoptar todas las medidas necesarias para evitar que los Escuadrones de la Muerte sigan violando estos derechos, reconociendo por tanto que hasta aquel momento no respetaba ni velaba por el respeto de esos derechos.

Otro elemento que surgió  a raíz de los Acuerdos es una Comisión de la Verdad,  cuyo objetivo es el esclarecimiento de las violaciones de los Derechos Humanos de mayor repercusión social cometidas desde 1980, erradicando la impunidad con la que han actuado las fuerzas gubernamentales.

Tanto la inclusión de este punto en los acuerdos como la reducción numérica de los efectivos militares, la disolución de los batallones de reacción inmediata, la sustitución de la policía de Hacienda y de la Guardia Nacional por una nueva policía Nacional Civil y, en general, la subordinación de las fuerzas y cuerpos militares o de seguridad al poder civil, tropezó con numerosos obstáculos.

Por otro lado, resulta obvio que los acuerdos , sobre todo si se cumplen, constituirán un precedente importante para otros países de la región, como la vecina Guatemala que también estaba viviendo un proceso de negociación. Un precedente así no fue susceptible de ser recibido con mucha alegría por los poderes militares de esos países.

Todos los observadores coinciden en que el cumplimiento del contenido de los Acuerdos serían  el inicio de una mejora cualitativamente sustancial en la situación de los Derechos Humanos en El Salvador y, por consiguiente, de la realidad social del país. Pero éste es tan sólo el primer paso. El proceso de adaptación a una sociedad democrática, sobre todo de los sectores que estuvieron implicados en el conflicto, es largo y nada fácil y requiere no solamente cambios institucionales y legislativos, sino también transformaciones en la estructura mental y cultural de los salvadoreños, así como profundas transformaciones de las estructuras sociales y económicas del país que aseguren la posibilidad de un pleno ejercicio de los derechos sociales, económicos y culturales: el derecho al trabajo, a una remuneración apropiada y sin discriminación por razón de sexo, a la educación y a la sanidad; en definitiva, el derecho a una vida digna de ser considerada humana.

En la mayoría de los países del  área centroamericana, dadas sus estructuras políticas y el regular establecimiento de dictaduras militares, la persistencia de relaciones de sobreexplotación de los trabajadores, la permanente y nefasta intervención de los EE. UU., y consecuentemente, la existencia de movimientos guerrilleros con distintos grados de organización creó desde muchas décadas atrás una deteriorada situación en lo referente al respeto de los derechos humanos.

En Centroamérica, la falta de seguridad y la imposibilidad de realizar actividades sociales o políticas sin correr el riesgo de perder la vida o sufrir agresiones físicas,  llegó a trastocar los conceptos de respeto a la vida y a la libertad del individuo. Se nace y se muere con la misma facilidad. Para analizar en Centroamérica las violaciones de los Derechos Humanos hay que diferenciar dos tipos, aunque ambos suelen entremezclarse: las violaciones de derechos humanos institucionales, cuyos autores tenían el respaldo de organismos y estructuras políticas definidas, la otra forma eran los que se cometían con absoluta impunidad, son resultado de conflictos o ajustes de cuentas entre personas con intereses, o a veces, opiniones diferentes.

El Salvador era conocido como el país de los «Escuadrones de la Muerte». Los Escuadrones de la Muerte, que prácticamente formaban parte de la estructura militar oficial, no eran otra cosa que grupos de soldados o suboficiales vestidos de civil que, bajo el mando directo de oficiales de confianza del alto mando militar, ejecutan o hacen desaparecer a las personas «incómodas» para el régimen de turno. El objetivo de éstos era no sólo aniquilar físicamente a los opositores, sino también crear un clima de terror entre la población. Para ello secuestran a una persona y su cadáver, si aparece, está tan desfigurado o mutilado que resulta imposible su reconocimiento, o, por el contrario, dejan el cuerpo en un lugar fácilmente localizable, a fin de que los familiares lo encuentren.

Los Escuadrones de la Muerte hacen su aparición en la sociedad salvadoreña entre 1961 y 1962. Es un secreto a voces que algunas de las personalidades implicadas en las actuaciones de los escuadrones son el antiguo presidente de El Salvador, Alfredo Cristiani, y el ex-presidente de la Asamblea Legislativa y fundador del Partido ARENA, Roberto D’Aubuisson.

Desde su fundación estos Escuadrones actúan en un clima de absoluta impunidad, la misma impunidad que caracteriza las actuaciones de las Fuerzas Armadas y de los Cuerpos de Seguridad Pública.

Se puede identificar claramente un recrudecimiento de la violación de los derechos humanos a finales de la década de los setenta. Esta etapa se inicia después de finalizada la guerra con Honduras. El ejército, fortalecido, logra ejercer un control cada vez mayor de todas las  áreas de la vida pública y restringe cada vez más las libertades civiles. Como respuesta se encuentra con manifestaciones populares a las que responde con disparos contra los manifestantes, con arrestos y con las primeras desapariciones forzosas.

Paralelamente tiene lugar un recrudecimiento de las acciones de los Escuadrones de la Muerte, que como ya se ha mencionado, están orgánicamente vinculados con las estructuras militares. Esta situación llega a su apogeo con el Golpe de Estado de 1979 y con el asesinato del Arzobispo de San Salvador, Oscar Arnulfo Romero, en marzo de 1980, cuando oficiaba una misa. Este homicidio contribuye aún más al clima de enfrentamiento entre la población civil, el FMLN y las fuerzas gubernamentales.

En 1980 se instaura un estado de excepción que durará, con intervalos más o menos largos, hasta 1990. Mediante este estado se legaliza la práctica de allanamientos y detenciones sin orden judicial durante períodos de tiempo de hasta quince días. Al mismo tiempo aumenta el número de personas asesinadas por sospechosas de pertenecer, apoyar o simpatizar con cualquier actividad opositora.

El caer preso en manos del ejército, o de cualquiera de los cuerpos de policía, equivalía irremediablemente a ser sometido en mayor o menor grado a golpes, descargas eléctricas, quemaduras de cigarrillo, inmersiones, semiafixias con capuchas revestidas de cal, privación de agua y alimentos durante largos períodos y agresiones sexuales.

A lo largo de la década de los ochenta y gracias al asesoramiento «profesional» de militares norteamericanos, las fuerzas de seguridad comenzaron a recurrir con más frecuencia a los tormentos psicológicos. Recordemos que Reagan estableció en Centroamérica la frontera de la lucha contra el “comunismo”, invierto grandes recursos en para a los “subversivos”.

 Helicópteros norteamericanos en operaciones de “ayuda”

Víctimas de la tortura caen también los familiares de los presos como forma de arrancarles confesiones extrajudiciales. Asimismo, han ocurrido varios casos de secuestros, desapariciones y asesinatos de niños, hijos de activistas de la oposición como medida de presión a los padres para que abandonen su actividad. Uno de los más conocidos, y que levantó una ola de protestas a nivel nacional e internacional a mediados de los ochenta, fue el secuestro y desaparición del hijo de tres años de una de las dirigentes de la Comisión de Derechos Humanos de El Salvador. El niño fue secuestrado por hombres vestidos de civil y posteriormente ejecutado. Su cadáver apareció después de varios días con marcas de cigarrillos y las uñas de las manos y los pies arrancadas.

Entre las principales victimas de la falta de respeto a los derechos fundamentales han estado los sindicalistas, dirigentes estudiantiles, dirigentes de organizaciones populares de las zonas rurales, activistas de organizaciones religiosas, etc.… . Con especial ensañamiento han sido perseguidos los miembros de las asociaciones de defensa de los derechos humanos como la CDHES y el Comité de Madres y Familiares de Presos y Desaparecidos Políticos (CODEFAM). Las causas de esta represión residen en el hecho de que los resultados de sus denuncias e investigaciones han traspasado las fronteras nacionales, con el consiguiente desprestigio para el Gobierno y el ejército de la época.

Después de las elecciones presidenciales de 1984, el democristiano José Napoleón Duarte intenta normalizar la situación reinante y crear al menos la apariencia de un Estado de Derecho. En agosto de ese año constituye una Comisión Especial encargada de investigar las violaciones a los derechos humanos. Sin embargo, a la Comisión se le niega el acceso a los datos necesarios para llevar a cabo su tarea y sus miembros desconocen hechos vinculados a distintos crímenes de lesa humanidad comprobados, por otra parte, por distintas organizaciones internacionales.

Finalmente, los integrantes de la Comisión optaron por dimitir. De esta forma, las apariencias no duraron mucho, así, las presiones del ejército y las contradicciones en el interior del mismo partido en el poder llevan al presidente a sancionar, en marzo de 1987, el Decreto Nº 618, el cual prevé la detención provisional por períodos prolongados y la admisión de declaraciones extrajudiciales (es decir: declaraciones obtenidas por las Fuerzas de Seguridad durante los interrogatorios) como pruebas de cargo en el proceso de juicio contra un acusado. La aceptación de la declaración extrajudicial como prueba de cargo significa la institucionalización de hecho de la práctica de la tortura por los cuerpos de seguridad.

En octubre de 1987 es asesinado el Coordinador de la CDHES, Herbert Anaya Sanabria, tras una serie de amenazas que los militares y los Escuadrones de la Muerte habían dirigido contra su familia y otros activistas de Derechos Humanos. Anteriormente Anaya había sido detenido bajo acusaciones de colaborar con la guerrilla, y puesto en libertad sin juicio después de un año de prisión. Transcurridos siete meses de su liberación, cae asesinado por hombres vestidos de civil que nunca llegaron a ser identificados pese a que el gobierno prometió una exhaustiva investigación del crimen.

El asesinato del Coordinador de la CDHES coincide con la promulgación de una amplia amnistía para los presos políticos. Esta medida, asumida por el gobierno en cumplimiento parcial de los Acuerdos de la Paz para Centroamérica (Esquipulas II), benefició a unas cuatrocientas personas, muchas de las cuales habían permanecido en cautiverio durante períodos prolongados en espera de ser juzgadas. El estatus de dieciséis presos políticos de especial importancia para el régimen fue cambiado por el de presos comunes y, por lo tanto, las autoridades pudieron seguir manteniéndolos en prisión.

A lo largo de la década de los ochenta, las violaciones de los Derechos Humanos, y la represión en general, siguieron siendo selectivas, aunque, simultáneamente, se ensañan con los habitantes de las zonas rurales. Miles de campesinos, elegidos prácticamente al azar, fueron torturados y asesinados bajo la acusación de apoyar al FMLN.

 Registros del ejército

En 1981 es creado el Batallón Atlacatl, cuerpo de elite especializado y entrenado en bases norteamericanas para operaciones de «reacción inmediata». El Batallón, al mando del coronel Domingo Monterrosa, inicia su andadura haciéndose tristemente famoso con la realización, en diciembre de ese mismo año, de una operación militar en una zona del norte del departamento de Morazán conocida como el Mozote.

Durante dicho operativo, que duró quince días, fueron asesinados entre novecientos y mil doscientos civiles.  La masacre nunca fue objeto de una investigación oficial. Sin embargo, el hecho fue documentado a fondo por la Oficina de Socorro Jurídico del Arzobispado de San Salvador y por la Comisión de Derechos Humanos. Mientras tanto, portavoces del ejército salvadoreño desmintieron las declaraciones de los supervivientes tachándolas de falsas e «inventadas por los subversivos”.

Los sobrevivientes de la masacre tuvieron que huir hacia Honduras en donde permanecieron refugiados en campamentos protegidos por las Naciones Unidas por espacio de casi diez años. En octubre de 1990, después de la repatriación de algunos refugiados salvadoreños en Honduras, fue presentada ante el Juzgado de Primera Instancia de San Francisco Gotera, de Morazán, una demanda judicial contra el ejército por parte de organismos de defensa de los derechos humanos.

Otros hechos de abierta violación contra los derechos humanos de la población civil de las zonas rurales tuvieron lugar en 1984 realizadas también bajo la responsabilidad del Batallón Atlacatl. En el mes de julio de ese año, unidades del batallón, apoyadas por tropas de los destacamentos militares de Sensuntepeque y de Cojutepeque, iniciaron un operativo militar en los municipios de Cinquera, Jutiapa y Tenancingo, en el departamento de Cabañas.

En el transcurso de este, las tropas masacraron a sesenta y ocho miembros de las comunidades cristianas de la zona, entre ellos veintisiete niños menores de catorce años, once ancianos y varias mujeres, algunas de ellas embarazadas. Los soldados quemaron muchos de los cadáveres de las victimas, destruyendo asimismo setenta manzanas cultivadas de maíz.

A finales de agosto de 1984, en el norte del departamento de Chalatenango, alrededor de cuatrocientos campesinos fueron cercados por efectivos del Batallón Atlacatl en las inmediaciones del río Sumpul, en donde fueron tiroteados. La mayor parte de los campesinos murió a causa de heridas de bala o ahogados en un desesperado intento de salvarse cruzando a nado el río. El informe oficial de esa acción, explicado por el Presidente Duarte durante una conferencia de prensa, sostenía que «lo que ocurrió es que el ejército tuvo informes sobre una avanzada terrorista en ese lugar y se decidió atacar por sorpresa.» Las masacres de campesinos siguen perpetrándose durante los años siguientes.

En enero de 1988, son descubiertos en el departamento de Libertad los cuerpos acribillados a balazos y mutilados de diez campesinos. Dos miembros de la CDHES que intentaban aclarar las circunstancias de estas muertes fueron detenidos por soldados del batallón Atlacatl. El hecho de que periodistas alertados del incidente filmaran la detención, impidió a las autoridades negar la detención y «desaparecer» a los detenidos. En septiembre de ese mismo año el Ministerio de Defensa intenta atribuir a la oposición armada una matanza similar en el departamento de San Vicente.

Sin embargo, según los testimonios de la población local los muertos habían sido detenidos el día anterior por miembros de la V Brigada de Infantería. La matanza fue condenada a nivel internacional. El Estado Mayor informó de la detención de dos oficiales de la V Brigada, hecho rotundamente desmentido por varias organizaciones salvadoreñas de Derechos Humanos. Poco después, el juez encargado del caso dimitió por temor a las amenazas de las que había sido víctima y el caso quedó archivado hasta que un año después, cuando el gobierno norteamericano reaccionó ante la presión internacional, amenazando con disminuir la ayuda militar si el caso no se reanudaba.

Un año especialmente trágico para los derechos humanos en El Salvador lo constituyó 1989, fecha que coincide con la llegada al gobierno del partido ultraderechista ARENA. Así, a principios de ese año, los locales del CRIPIDES (Comité Cristiano Pro-Desplazados de El Salvador) son cerrados. Ya anteriormente la policía había asaltado ese mismo local deteniendo a varias decenas de personas, entre ellas numerosos sindicalistas. La mayoría de los detenidos fueron puestos en libertad al cumplirse las setenta y dos horas de prisión provisional. No obstante, ocho permanecieron en detención durante más de dos meses. Todos ellos, una vez en libertad, denunciaron los malos tratos a los que habían sido sometidos. En septiembre son detenidos, durante una manifestación que intentaba ser pacífica, sesenta y cuatro sindicalistas miembros de FENASTRAS (Federación Nacional Sindical de Trabajadores salvadoreños). Casi todos, sea cual fuere el período de su detención, fueron torturados.

Un ataque contra FENASTRAS, que pretendía ser definitivo, tiene lugar el 31 de octubre. Un atentado con explosivos contra los locales del sindicato causa diez muertos y más de treinta heridos. Horas antes un atentado similar se había perpetrado contra la sede de COMADRES, provocando cuatro heridos.

El atentado contra los locales de FENASTRAS y COMADRES, según todos los indicios, se llevó a cabo como represalia por un ataque con mortero realizado el día anterior por el FMLN contra el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas salvadoreñas. Varias personas vinculadas a la Iglesia habían sido detenidas por el ejército en relación con ese hecho y acusadas de colaborar con el frente.

Sin embargo, no se detuvo a ningún militar ni civil relacionado con los atentados contra FENASTRAS y COMADRES. En noviembre de ese mismo año, tras la negativa del gobierno de retrasar la fecha de realización de las elecciones generales a fin de facilitar la participación del FMLN, se rompen las negociaciones. En respuesta, el Frente inicia una ofensiva militar general como medida de presión para que el gobierno reanude las conversaciones. El gobierno reacciona ante la ofensiva militar decretando el Estado de Sitio e inicia una contraofensiva que incluye el bombardeo de barrios populares en la capital y en su periferia.

Estos bombardeos tienen como resultado cientos de civiles muertos, heridos y desplazados de sus lugares de residencia. Al mismo tiempo, numerosas actividades consideradas en todos los estados de derecho como una forma de oposición pacífica son declaradas ilegales y susceptibles de ser consideradas como actos terroristas. Dos sectores de la sociedad son blanco especial de esas medidas: los que desarrollan actividades sindicales y los que, de una forma u otra forma, están vinculados con los organismos de defensa de los derechos humanos y más específicamente de las personas refugiadas o desplazadas por el conflicto.

El 16 de noviembre, en plena vigencia del Estado de Sitio y en medio del toque de queda impuesto por el Gobierno, un comando formado por miembros del Batallón Atlacatl irrumpe en una de las residencias de los sacerdotes jesuitas de la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas» de San Salvador y asesina a seis sacerdotes y a dos empleadas (entre ellas una menor de 15 años). Entre los asesinados, se encuentra el rector de la UCA, Ignacio Ellacuría y el director del Instituto de Derechos Humanos de esa Universidad, Segundo Montes. Pocas horas antes de su ejecución, la cadena nacional de radio conducida por el ejército había difundido públicamente acusaciones contra los jesuitas, responsabilizándolos de la ofensiva militar decretada por el FMLN. La ola de protestas y la conmoción de la opinión internacional que siguió al asesinato fue tal que el presidente Cristiani se vio obligado a ordenar una investigación, a pesar de que, en un primer momento, el gobierno y el ejército negaron toda vinculación con el asesinato de los jesuitas declarando que «más bien ésta parecía una acción del FMLN, tendiente de crearle problemas al gobierno.»

El gobierno español y el Congreso norteamericano enviaron sendas comisiones parlamentarias para investigar el caso a pesar de los intentos del gobierno salvadoreño y de la embajada norteamericana para obstruir la investigación coaccionando a los principales testigos. Del informe de los parlamentarios españoles, y del posterior informe Moakley (presidente de la comisión estadounidense, Joseph Moakley), se desprende que el asesinato fue planeado y realizado por el ejército salvadoreño.

Las principales conclusiones de la Comisión Moakley señalan que el asesinato de los jesuitas fue planeado por un grupo de militares de alto rango dentro de las Fuerzas Armadas durante una reunión sostenida el 15 de noviembre de 1989 en la Escuela Militar, ubicada en San Salvador. Los participantes en esta reunión fueron el Director de la Escuela Militar, coronel Guillermo Benavides; el jefe de la Fuerza Aérea, general Juan Rafael Bustillo; el jefe del Estado Mayor Conjunto (nombrado posteriormente Ministro de Defensa), general René Emilio Ponce; el Viceministro de Defensa, general Juan Orlando Zepeda, y el Comandante de la Primera Brigada de Infantería, coronel Francisco Elena Fuentes.

La Comisión Moakley determinó que la iniciativa de asesinar a los jesuitas provino del general Bustillo, el cual recibió de parte de los participantes distintos grados de apoyo. Finalmente, el gobierno y el ejército sucumbieron a las presiones y fueron presentados como responsables de las muertes nueve militares salvadoreños, entre ellos el coronel Guillermo Benavides, su asistente, y siete miembros del Batallón Atlacatl. El gobierno y la Fuerza Armada negaron cualquier participación institucional del ejército en la muerte de los jesuitas, declarando que ésta había sido una decisión y una acción «personal» del coronel Benavides.          El jurado del Caso de los jesuitas, en septiembre de 1991, sometido a todo tipo de presiones, condenó únicamente al coronel Benavides y a su asistente por los asesinatos cometidos.

El estado de sitio impuesto en noviembre del 89 cesó en marzo del año siguiente. Sin embargo, ello no se tradujo en una disminución de las ejecuciones extrajudiciales atribuidas a los escuadrones de la muerte. A mediados del 90, los informes de las organizaciones de Derechos Humanos recogieron que, para esas fechas, ya se habían cometido más actos de ese tipo que en todo el año anterior. Un hecho muy importante en este contexto lo constituyó la reanudación del proceso de negociación, bajo los auspicios de las Naciones Unidas y la firma, el 26 de julio de 1990, del Acuerdo de San José, que establecía mecanismos para la salvaguarda y el respeto de los Derechos Humanos en el caso concreto de El Salvador.

Todas las partes del conflicto reconocieron que durante los meses que siguieron a la firma, las violaciones de los Derechos Humanos disminuyeron, sin que ello se pueda entender como el establecimiento de una situación de paz y respeto a las leyes democráticas.

Durante un conflicto armado es muy difícil que alguna de las partes beligerantes pueda realmente evitar violaciones de derechos humanos. Tampoco el FMLN es una excepción. Entre los delitos más comunes figuran, en este caso, las ejecuciones extrajudiciales y los malos tratos a los prisioneros.   La mayoría de esos atropellos se han cometido contra militares o personas vinculadas a los servicios de seguridad. Un caso es el de los dos militares estadounidenses, quienes sobrevivieron al derribo de su helicóptero por las fuerzas del FMLN en enero del 91. Ambos posteriormente fueron ejecutados.

El Frente reconoció su responsabilidad en aquel delito. Sin embargo, a partir de mediados de 1991 se empieza a palpar una evolución en la situación de El Salvador y se vislumbran posibilidades de cambios positivos que impliquen la instauración de un Estado de Derecho en el cual el respeto a los derechos humanos sea una realidad y no una simple declaración de buena voluntad.

En julio inicia su misión en El Salvador la ONUSAL, misión de Observadores de las Naciones Unidas para dar seguimiento al proceso de cumplimiento de los acuerdos entre ambas partes en materia de Derechos Humanos. La instalación de ONUSAL fue difícil, especialmente por la serie de amenazas veladas y abiertas que se formularon contra los miembros de la Misión por parte de la Fuerza Armada y de organizaciones de extrema derecha ligadas al partido ARENA. En ocasiones también la actuación de la ONUSAL había sido cauta y diplomática, ya que algunos de sus miembros intentaron recurrir a la protección del ejército para desarrollar sus tareas en zonas donde el rechazo y el temor de las Fuerzas Armadas era más que patente.

A pesar de todo, y con el múltiple respaldo de sectores nacionales e internacionales, así como de las mismas partes en conflicto, ONUSAL y su División de Derechos Humanos constituyen a partir de 1991 una realidad en materia de seguimiento y denuncia de violaciones a los derechos humanos. Indudablemente, el acontecimiento culminante del largo proceso de negociación fue la firma, el 31 de diciembre de 1991, de un Acuerdo Global entre el FMLN y el gobierno que puso término al conflicto armado existente en El Salvador desde 1980. Una parte importante de los acuerdos fue dedicada al tema de los Derechos Humanos y derechos fundamentales ampliamente entendidos.

El gobierno se compromete a asumir unos derechos fundamentales que deberían ser obvios y evidentes, como el respeto a «la vida, integridad, seguridad y libertad de toda la población civil», y a adoptar todas las medidas necesarias para evitar que los Escuadrones de la Muerte sigan violando estos derechos, reconociendo por tanto que hasta aquel momento no respetaba ni velaba por el respeto de esos derechos.

Otro elemento que surgió  a raíz de los Acuerdos es una Comisión de la Verdad,  cuyo objetivo es el esclarecimiento de las violaciones de los Derechos Humanos de mayor repercusión social cometidas desde 1980, erradicando la impunidad con la que han actuado las fuerzas gubernamentales.

Tanto la inclusión de este punto en los acuerdos como la reducción numérica de los efectivos militares, la disolución de los batallones de reacción inmediata, la sustitución de la policía de Hacienda y de la Guardia Nacional por una nueva policía Nacional Civil y, en general, la subordinación de las fuerzas y cuerpos militares o de seguridad al poder civil, tropezó con numerosos obstáculos.

Por otro lado, resulta obvio que los acuerdos , sobre todo si se cumplen, constituirán un precedente importante para otros países de la región, como la vecina Guatemala que también estaba viviendo un proceso de negociación. Un precedente así no fue susceptible de ser recibido con mucha alegría por los poderes militares de esos países.

Todos los observadores coinciden en que el cumplimiento del contenido de los Acuerdos serían  el inicio de una mejora cualitativamente sustancial en la situación de los Derechos Humanos en El Salvador y, por consiguiente, de la realidad social del país. Pero éste es tan sólo el primer paso. El proceso de adaptación a una sociedad democrática, sobre todo de los sectores que estuvieron implicados en el conflicto, es largo y nada fácil y requiere no solamente cambios institucionales y legislativos, sino también transformaciones en la estructura mental y cultural de los salvadoreños, así como profundas transformaciones de las estructuras sociales y económicas del país que aseguren la posibilidad de un pleno ejercicio de los derechos sociales, económicos y culturales: el derecho al trabajo, a una remuneración apropiada y sin discriminación por razón de sexo, a la educación y a la sanidad; en definitiva, el derecho a una vida digna de ser considerada humana.

Francisco Javier García Martínez
Francisco Javier García Martínezhttps://asambleadigital.es
Licenciado en Historia. Técnico superior en electromedicina. Activista, defensor de los DDHH y la justicia social

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