Durante el Siglo XII los grandes señores se dieron cuenta que sería más rentable para ellos reducir las cargas señoriales sobre los campesinos. Esta pequeña independencia estimulaba su producción, y de forma indirecta los beneficios del propio señor.
Hubo varias formas de aplicar esta interesada libertad. La colonización y roturación de nuevas tierras en sus dominios aumentaban su poder, a cambio, el campesino se convertía en el propietario de la tierra, es decir, libre de censos. Este caso no era muy común, aunque sí novedoso.
Muchas veces la lucha entre señores por dominar más tierras y campesinos redundaba en beneficios para estos últimos. Los campesinos ganaron poco a poco parcelas de libertad, ahora bien, en la Edad Media el término Libertad era entendido más como Privilegio que como el significado que le damos actualmente.
El señor acotó su arbitrariedad con el fin de ganarse la confianza de familias de campesinos, con lo que aumentaba su poder, pues el poder fiscal se mantenía en la mayor parte de sus tierras, aunque ahora de una forma más regulada y eficaz.
Los señores aflojaron su presión sobre sus campesinos, pero no dejaron de apoderarse de la mayor parte de sus excedentes, ahora, sin embargo, la tomaban de otra forma.
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La economía del “Despilfarro”
El principal interés del señor era aumentar sus rentas para gastarlo en todo lo que supusiera expresar su poder y diferenciación del “vulgo”. Ser rico en el siglo XII significaba que había que gastar sus riquezas con los “amigos” y familiares. Esta “economía” de consumo se localizaba en torno a la “Corte”, en donde residía el señor y cuya mayor gloria era repartir el máximo de placeres terrenales a sus huéspedes e invitados, un centro de emulación, en donde cada uno rivalizaba en el despilfarro, cuanto más despilfarro, más importante se consideraba el señor.
También la Iglesia se llevaba una buena parte, pues había que tener a Dios contento.
Destaca en esta época sobremanera que la caridad se institucionalizó, imprescindible para el prestigio del señor en su feudo. El granero señorial se abría muchas veces a los pobres, y las limosnas llevaron la moneda hasta los estratos más bajos.
Este despilfarro se mantenía con unos materiales de lujo que eran imposibles de conseguir en la mayoría de los señoríos, sobre todo rurales.
Aparece también “la moda”, forma inequívoca de diferenciación social.
Todos estos productos de lujo se tenían que comprar fuera, lo que hacía imprescindible la figura del mercader.
La progresiva riqueza y nivel de vida de los señores feudales hizo que el comercio de ciertos productos fuera un gran negocio, de hecho, era el único comercio rentable: suministrar a los señores sus elevadas necesidades.
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La expansión de las ciudades y el comercio
Los grandes señores empezaron a tener, y desear, residencias en las ciudades. En ellas era más fácil de controlar la recaudación de todas las tierras de los alrededores, lo que llevó a estos asentamientos muchos de los excedentes del campo. Los señores, tanto laicos como eclesiásticos, gastaban mucho más ahora en las ciudades, tanto en la construcción de palacios e iglesias como en su inevitable tendencia al gasto.
Así, empezaron a desarrollarse unas actividades que hacía siglos que eran marginales, el comercio y la artesanía. Esto atrajo a nuevas personas, no siempre “libres” de cargas señoriales, que se empezaron a establecer en los alrededores de las ciudadelas, en lo que luego se conocerían como “burgos”. La función de los “burgos” era la de abastecer y aprovisionar a la “corte” del señor. El crecimiento de estas nuevas urbes era proporcional al poder del señor que residía en esa ciudad. Las principales actividades que se desarrollaron fueron, al principio, los oficios del pan, la carne, el cuero y el hierro. Muchas veces los artesanos producían más de lo que necesitaba el señor, lo que les permitía poder venderlo a los campos circundantes, esto hizo aumentar el comercio comarcal.
Había dos productos que ningún señor podía prescindir: el vino y telas de calidad.
Aunque casi todos los grandes dominios y ciudades tenían viñas, de hecho, aumentaron considerablemente en esta época, el señor siempre quería tener los mejores caldos para sus invitados, lo que provocó que las zonas mejor preparadas para dar vinos de calidad se especializaran en la vid, el campesino de viñas era considerado más un artesano que un simple campesino, residiendo la mayor parte de las veces en ciudades.
Es en esta época cuando ya empiezan a destacar los vinos de Borgoña y el Rin.
Respecto a los paños sucedía algo parecido, si bien en la mayoría de las ciudades existía un artesanado especializado en la fabricación de telas, éstas no solían colmar los exquisitos gustos señoriales. Su pasión por la máxima calidad y diferenciación social hizo destacar sobremanera a la región de Flandes. Fue en esta zona cuando, hacia el siglo XI, se fue sustituyendo el telar vertical, éste era de uso prácticamente femenino, dando unas telas anchas y cortas. Sin embargo, el telar horizontal se convirtió en un útil masculino, como el arado, pues también requería un mayor esfuerzo físico. Con este telar se producía hasta cinco veces más que con el anterior, dando una tela estrecha y larga, lo que era ideal para el transporte en grandes cantidades, además, con la técnica del batanado se conseguía unas telas de mucha más calidad.
Como ya hemos comentado, este comercio fue posible por los mercaderes. Las expediciones comerciales seguían siendo peligrosas, por lo que muchas veces se formaban “fraternidades”, donde se regulaban en estatutos normas tales como las armas que debían llevar, la prohibición de abandonar la caravana, la ayuda mutua, e incluso el traslado del cuerpo de un compañero muerto en la ruta.
La actividad era peligrosa, pero ofrecía grandes ganancias en poco tiempo.
El vigor de estas nuevas actividades atrajo todavía a más campesinos hacia la ciudad, que pronto encontraban trabajo. Así la ciudad fue el centro que absorbía los excedentes agrícolas y humanos del campo.
Pronto aparecieron las primeras disputas entre los señores y los “burgueses”, las ansias de libertad de las corporaciones municipales estaban en contraposición total con la servidumbre señorial, lo que muchas veces se convertían en auténticas revueltas de las ciudades contra sus señores. Al final casi siempre se llegaban a acuerdos o pactos, en los que se solía ceder pequeñas parcelas económicas a los municipios. Evidentemente estas reclamaciones irán a mayores a lo largo de los años, pues las ciudades se convirtieron en el principal ingreso de los señores, frente a los anhelos burgueses de conseguir ser una “ciudad libre” (de cargas señoriales).
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El modelo eclesiástico
Ya hemos comentado en varias ocasiones como la alta jerarquía de la Iglesia actuaba como cualquier señor feudal. De hecho, al ser prácticamente los únicos que utilizaban la escritura de forma habitual, sus actividades son mucho más conocidas que las de los señores laicos, en especial el de los monasterios benedictinos, que en esta época dieron un significado muy especial al “Ora et laborat”.
Como norma general la idea era que los monjes debían estar solo preocupados de su vida espiritual, para lo cual debían desentenderse de las preocupaciones terrenales, es decir, aprovisionarse lo mejor posible de víveres y dinero y así dedicarse de pleno a su Dios.
Esto, en la práctica, significaba que los dominios de la Iglesia (tan poderosos y extensos como los laicos), se convertirían en explotaciones económicas para asegurar su “modo de vida”.
Así, se contrataban los servicios de administradores, que se encargaban de la explotación del monasterio y sus tierras.
Un caso típico y bien registrado en esta época fue el monasterio de Cluny, con una interpretación de la regla benedictina que incitaba al gasto, de una forma muy parecida a la de los señores laicos.
Para ellos era preciso exaltar la gloria de Dios, se necesitaba reconstruir todos los lugares en los que se veneraba al señor, con grandes decoraciones y riquezas. Además, los monjes necesitaban dedicarse plenamente al “oficio divino”, para lo que requerían alimentos selectos y ropa adecuada a su cargo. El trabajo manual que predicaba la norma quedó en un acto casi simbólico. Los obispos y altos cargos disponían de una escolta de soldados que muchas veces sobrepasaban a los otros señores laicos.
En estos monasterios y abadías se producía como en cualquier dominio, su economía se basaba en el cobro de censos y rentas de la tierra, así como de las grandes donaciones. Todo esto llevó a un uso y gasto del dinero comparable a cualquier señor, lo que muchas veces llevó al endeudamiento de las abadías.
Pronto aparecieron voces disconformes con esta actitud, con peticiones de volver a las reglas primitivas y condenando el gasto excesivo. La nueva orden del Cister (cistercienses) renunciaba a vivir del trabajo ajeno, por lo que dejaban entrar a sus congregaciones a “conversos”, es decir, monjes que se dedicaban solamente al cultivo de la tierra. Es en esta época cuando también aparecen los primeros movimientos heréticos, que más tarde se convertirán en grandes herejías como la “cátara”.
Así entramos en la Baja Edad Media, con un despegue económico basado en la agricultura, pero en donde el uso de la moneda cambiará la estructura social en pocos años. Pronto destacarán las ciudades italianas, en donde el comercio y los gremios artesanales las harán avanzar hacia una nueva economía, pero eso es otra historia.
Quiero dedicar estor artículos sobre la Alta Edad Media al historiador George Duby, auténtico inspirador y alma de estos párrafos, y con el que descubrí la importancia de entender la vida económica y social de nuestros antepasados.