Hace poco charlaba con un grupo de amigos sobre la vida y la muerte. Acabamos hablando de feminismo, que “está ahora de moda”, y nos metimos en el berenjenal de darle vueltas a eso de la desigualdad, la discriminación y los privilegios
Fue una charla con muchos puntos de vista, enriquecedora, pero en la que el escollo principal siempre era el mismo: “Pero, ¿dónde están esos privilegios?”. Me vi escenificando ejemplos: Dos personas están en la última etapa de un proceso de selección. Ambos con un currículum excelente, muy similares en todo, incluido edad, experiencia y disponibilidad. La única diferencia evidente es que uno es mujer y otro, hombre. ¿Quién se quedará el puesto?. “Sed honestos”, les decía. “No hace falta que respondáis, pero sed honestos. ¿Quién creéis que se lo llevará?”. Y me atreví a ir más lejos. “Y, ¿a quién se lo darías tú y por qué?”.
Pues sí, patriarcado. Esa telaraña que define nuestra cultura, que se cuela por todos los rincones y que existe sólo y exclusivamente si las mujeres seguimos estando donde estamos
Pues eso es un privilegio. Y son cientos los que existen en nuestra cultura y los hemos ido asumiendo desde pequeños. Sin darnos cuenta. Los damos por lógicos y perpetúan la desigualdad, favoreciéndoles siempre a ellos. No es más que machismo. Y no, no los sostiene el hombre por serlo, sino que los sostiene el patriarcado, ese concepto que tanto miedo parece dar. ¡Qué pesadas! Tanta histeria, tanto victimismo… ¡con lo que se ha avanzado ya! Y sin embargo, cuando tengo charlas tranquilas entre amigos, veo cada vez más compresión hasta en el más reacio: es cierto que la vida del hombre es más fácil, más rica, es cierto que tiene más opciones y derechos. Pero… ¿Patriarcado? ¿En serio?
Pues sí, patriarcado. Esa telaraña que define nuestra cultura, que se cuela por todos los rincones y que existe sólo y exclusivamente si las mujeres seguimos estando donde estamos. En desigualdad, en segundo plano, sumisas. ¿No es obvio? Volvamos a los ejemplos: a la mujer desde pequeña la educamos con bebés y carritos (ser mamá, cuidar a otros), con cocinas y planchas (saber cocinar, cuidar del hogar), con vestiditos, zapatos y pendientes (estar guapa, gustar al otro). Y con culpabilidad, sumisión y un sinfín de pequeños detalles que van moldeando “su lugar en el mundo”. Un lugar con cadenas, en el que hay decisiones que no se pueden tomar, escenarios que nunca te puedes permitir vivir, sueños que no son para ti. Una vida en la que “el otro” (el hombre) ocupa un lugar más importante, supremo, que nos condiciona, que nos define, que nos puede salvar o castigar, al que, de una u otra forma, vamos a necesitar. Porque el comportamiento de una mujer puede provocar que él haga, porque su actitud puede justificar que él haga, porque sus palabras pueden explicar que él haga.
Nadie elige dónde, cómo, ni de qué forma nace. Pero sí elegimos qué hacer con lo que nos ha tocado. Sí que podemos elegir entender cuál es nuestro lugar en el mundo, dejarnos de excusas y contribuir a cambiarlo
Lo cierto es que ningún hombre eligió ser hombre ni tampoco eligió esos privilegios. Pero sí es cómplice cuando, cegado por excusas ideológicas o emocionales, decide mirar para otro lado (o mirarse a él mismo) y negar sus privilegios. No querer renunciar a ellos.
Todos hemos sido machistas en el algún momento. Yo lo sigo siendo en mil actitudes, sin duda. Pero quiero identificar esos privilegios y quiero cambiar las conductas que hacen que yo contribuya a su existencia. Y sé que la clave es el feminismo, que conoce esa maraña que hay que desenredar.
Miles de cifras y estudios retratan la desigualdad. Yo prefiero dejaros ejemplos sencillos, por seguir en la misma línea: los cargos de responsabilidad tienen nombre de hombre; ellos no renuncian a su carrera laboral cuando se convierten en padres; en el sexo tienen libertad absoluta; a ellos no los convierten en un objeto de deseo que se ha de poseer; su comportamiento no es la causa de lo que hacen otros; pueden beber y perder el sentido sin miedo a que les violen; pueden decir ‘no’ a lo que quieran y cuando quieran; su imagen no es imprescindible para triunfar; pueden ascender y ser padres a la vez; no les callan sólo porque son hombres; se les retribuye por su valía; no tienen que demostrar su valía constantemente; no les preguntan si quieren ser padres en una entrevista de trabajo; sus opiniones y denuncias no están siempre cuestionadas; no son acosados; visten como quieren a cualquier edad. Y la punta del iceberg, no son asesinados por sus parejas (olvídense de referenciar bulos embusteros). No, esos que las maltratan y las matan no son enfermos, son el máximo y más terrible producto de la desigualdad estructural, del patriarcado.
Nadie elige dónde, cómo, ni de qué forma nace. Pero sí elegimos qué hacer con lo que nos ha tocado. Sí que podemos elegir entender cuál es nuestro lugar en el mundo, dejarnos de excusas y contribuir a cambiarlo. No hay duda de que en la Edad Media era más fácil nacer siendo noble que plebeyo, ¿verdad? (Sí, tal vez hoy también). Cojan el ejemplo, el símil como quieran, pero esa es otra clara desigualdad. Y el noble tiene claro sus privilegios frente a los demás. Sabe que una revolución que se los quiera arrebatar le perjudica. Quizás por eso no quiera unirse a ella, quizás por eso la tema y la demonice.