Ciertamente una mínima aproximación a la obra de Karl Marx basta para darse cuenta de su enorme capacidad intelectual y compromiso político, además de la profundidad intelectual de su pensamiento. Este conocido filósofo alemán consagró su vida a sumergirse en el conocimiento de la realidad material, con el fin de así poder elaborar un pensamiento que la transformase de manera revolucionaria.
Fue discípulo de Feuerbach y desde joven dejó claro sus intenciones, afirmando: “Los filósofos solo han interpretado el mundo de distintas maneras; se trata de cambiarlo”.
Esta transformación no tenía otro propósito que el de pensar en un mundo diferente, regido por la máxima racional y materialista que hiciese que quien trabajase y produjese fuese el único beneficiario y gestor de ese mismo trabajo, eliminando la clase usurera, cuya dominación sobre los trabajadores a parte de injusta es ineficaz.
Principalmente fue un estudioso de la economía, pero sin olvidar la filosofía, lo que al mismo tiempo lo llevó a tener una concepción histórica ciertamente pionera, tal como veremos en este resumen. En este sentido vemos como Marx en ningún momento se marginó o se olvidó de ningún campo del saber, desmontándose así la tesis anticomunista de que el pensador alemán pecaba de reduccionismo en sus tesis, aunque el materialismo histórico le otorgue mayor importancia a los hechos económicos.
En esta ocasión nos centraremos en el aspecto histórico de su obra, siendo a mi parecer una de la claves fundamentales sin la cual el entendimiento de la contemporaneidad es imposible. Esta es su teoría sobre el bonapartismo, plasmada en su obra El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. En ésta Marx pone el foco en el golpe de estado que llevaría a cabo el futuro Napoleón III para hacerse con el poder, analizando las causas de este proceso y su significación histórica.
En la parte inicial de la obra se expone el contexto histórico, diseccionándose las diferentes partes y los intereses profundos que están detrás de cada agente del golpe de estado. Pero hoy no nos detendremos en estos pormenores de tipo cronístico y de carácter estructural, ya que no es mi intención introducirme en la historia contemporánea de Francia con esa profundidad, interesándome más mostrar como el fenómeno del bonapartismo se asemeja mucho al génesis de lo que posteriormente será el contexto y el accionar de los movimientos pre fascistas y reaccionarios corporativos. Por lo tanto, a quien sea incapaz de entender la evolución de los estados como un fenómeno en constante interrelación con sucesos estructurales y vinculados con otros Estados, lamento comunicarle que el concepto de bonapartismo es totalmente contrario a esa visión de la historia basada en “países burbuja”.
Tal como Marx nos explica en la obra, Napoleón se opondría a los realistas partidarios del Antiguo Régimen por obsoletos e inoperantes (no por contrarios a la esencia de su dictadura), de ahí que tanto la burguesía comercial y la financiera lo apoyen. Además narra como ante el descontento obrero frente a las promesas de reforma de la burguesía (que previamente tuvo que movilizar al proletariado para que su revolución triunfase), aumentando el recurso al “fantasma rojo” y al auge del “socialismo” (llegando a desdibujarse tanto su significado que será aplicado a todo tipo de visión política no marcadamente reaccionaria).
Se nos destaca como una de la frases más recurrentes en los escritos propagandísticos y periodísticos del momento: “Francia exige, ante todo, tranquilidad” (p.128 e 160), mostrando así sin reservas la intención de desactivar la movilización social que la propia burguesía alentara con anterioridad para cumplir sus objetivos estratégicos. Ante esta situación se nos presenta a Bonaparte como el “vigilante del orden” (p.165), el “tirano” que necesita la amenazada “polis”. Se va creando así una narrativa en la que la burguesía ante la convulsión social preferiría “Mejor un final terrible, que un terror sin fin!” (p.170).
El golpe de estado supondría la imposición del poder ejecutivo sobre los restantes, movilizando para conseguir este fin al funcionariado (a este sector social es el Estado quien les da de comer directamente). Analizando los apoyos sociales del régimen, Napoleón representaría a los campesinos parcelarios (una especie de pequeños y medianos propietarios), justamente los más reaccionarios del ámbito rural, ilusos que creen que con la imposición del “orden” el mundo se convertirá en estático, y por lo tanto la anterior presión feudal transformada en rentista capitalista dejará de perseguirlos. Bonaparte defenderá la “orden material” frente a los campesinos rebeldes (precisamente aquellos que no querían cambiar la subordinación feudal por la capitalista, sino liberarse de ambas), justificando así el uso de la violencia sobre estos.
En la parte final de la obra se nos presentan una serie de “ideas napoleónicas” (idées napoléoniques), algo así como las bases de la ideología bonapartista. La primera ley sería la de la propiedad de la tierra con caracteres capitalistas que condena a los agricultores, ya que precisamente no pueden competir con los grandes terratenientes. La segunda es la imposición de un gobierno fuerte e ilimitado precisamente para aplicar todos los medios necesarios para instaurar el nuevo orden y favorecer los intereses de los que lo apoyan.
Las otras dos serían el control ideológico de los curas, que además serían perfectos vigilantes en el campo, además de que la creación de un conflicto religioso- cultural siempre distancia el foco del problema real, el de clase. Otro grupo fundamental sería el ejército, que se nutriría tanto de los hijos de las comunidades agrarias, que agradecen de este modo el orden reinante que se generaría con la llegada del salvador Bonaparte, como del “lumpenproletariat” (instrumentalizado por la “Sociedad del 10 de Diciembre”). También se nos indica que la base y la fuerza del “orden burgués” es la clase media.
En el prólogo a la segunda edición Marx critica el surgimiento y auge, tras el triunfo del golpe de estado en Francia, del “cesarismo” por querer transportar una institución propia de una sociedad esclavista a una capitalista, aunque quizás lo que se pretenda es precisamente llevar al proletariado de nuevo al esclavismo. En el mismo prólogo Marx criticará las otras dos obras coetáneas que tratarán el mismo tema, Napoleón le petit de Víctor Hugo, que engrandece en clave individualista a Napoleón, describiendo el suceso como algo espontáneo e irrepetible. La otra será Couo d’etat de Pierre Joseph Proudhon, que a pesar de que trata de ligar el fenómeno con el devenir histórico acaba engrandeciendo a Bonaparte, haciéndole casi una apología.
Por lo tanto, más allá de los propios hechos históricos concretos, lo que nos muestra el fenómeno del bonapartismo es que cuando la burguesía se encuentra acorralada entre despotismo y anarquía, acaba eligiendo siempre despotismo. Aquí es donde se empieza a dilucidar la conexión con el fascismo, cuya esencia no sería otra que la evolución del bonapartismo tras la revolución bolchevique, que lejos de ser una simple efeméride se trata de la primera revolución proletaria triunfante, por lo tanto amenaza real y material de la dominación burguesa de Europa y del mundo.
De la misma forma, cuando Marx habla de “cesarismo” nos muestra la relación entre la institución de la tiranía clásica (representada a la perfección por Lucio Quincio Cincinato y mitificado por Mommsen) con los movimientos fascistas, siendo un parche al cual las oligarquías recurren provocando el miedo entre las clases medias. Si seguimos estos razonamientos aparece otra tesis, que mostraría como una clase ejercería mayor violencia sobre la inferior si ve amenazados sus “privilegios”, siendo lo más “lógico” que esta violencia fuese ejercida por las clases más desfavorecidas para conseguir un status mínimo de calidad de vida. Esto deshace bastantes mitos sobre la naturaleza de las violencias políticas, ya que la violencia es un medio irracional. Pero sobre este tema ya debatiremos en otro momento.
Otro principio marxista que se aprecia en el texto sería el recurso al resurgimiento imperial que utilizaría el bonapartismo, siendo esta construcción de un enemigo exterior y la lucha contra el mismo un mecanismo de liberación de tensiones sociales que se encuentran en la esencia misma de cualquiera conflicto bélico, dejando entrever el futuro principio defendido por el fascismo de que los conflictos son entre naciones y no entre clases.
Para comprender esta tesis de la explicación de la contemporaneidad europea que nos ofrece el marxismo sería muy interesante estudiar ciertos contextos estatales en los que no emergió el bonapartismo para imponer la nueva racionalidad capitalista y culminar así la obra iniciada por las revoluciones burguesas. Estos serían el modelo pactista inglés y el modelo “democrático” norteamericano (aunque sea un error denominar sus sistema como democracia con anterioridad a la abolición de la legislación racial en los años 70).
En el primero quizá pueda asociarse a su interés imperialista que lo llevaría a apoyar la expansión del liberalismo por toda Europa (lo que supone en la práctica la expansión de “libre mercado”), fenómeno que se dilatará hasta la Gran Guerra, o también podría relacionarse con la importancia del fenómeno colonialista como factor de liberación de tensiones, llevando a cabo en las colonias abundantes prácticas despóticas pre fascistas.
En el caso de los USA, donde no existían condicionantes aristocráticos que demoler tras la independencia, por lo tanto el pueblo en su conjunto solo tuvo que ser movilizado en clave nacional (resaltando el recurso que se hizo al mesianismo y al providencialismo) por lo que no fue necesario movilizar al pueblo en sentido reivindicativo y luego instaurar una tiranía para acabar con esta movilización social a base de pura violencia. A modo de curiosidad, aunque no se dio propiamente una tiranía de facto en el país, sí que existen citas a esta institución, tales como el bautizo de la ciudad de Cincinnati (Ohio), en honor al clásico Cincinato citado anteriormente, acto que se realizaría en honor al nuevo “dictador democrático”, George Washington.
Finalmente me gustaría dejar claro que Karl Marx fue un filósofo, no un apóstol, por lo que la crítica es algo consustancial a su lectura. Sin embargo, esta crítica debe ir en un sentido que procure la consecución de la justicia social, no para tratar de paliar los problemas inherentes al capitalismo, tal como hizo John Maynard Keyes, y luego, tristemente, repitieron tantos juntaletras contemporáneos.