En las calles

Hay limones que crecen tomando prestado su color al sol. Derrochan su aroma a la gente que ufana pasea por jardines de palacios. Y no se plantean jamás cuestiones metafísicas.

Otros limones son de huerto. Con gran conciencia de clase, pero gran adaptabilidad, crecen y maduran con fecha de ser arrancados. Unos se quejan, y otros no, pero todos saben que serán regados y abonados para, llegado su momento, ser bien exprimidos. Es su inevitable destino.

Los limones más ácidos, tristes y arrugados, son los limones de calle. No se explican cómo llegaron a tal punto de desarraigo en sus vidas. Al cobijo y amparo de su rama hermana mayor, soñaban con tardes de verano al sol, en compañía de los naranjos y de las flores de azahar. Una mala racha, tormenta de agosto, o viento desfavorable, los sacó de su historia y fueron lanzados al destino del pobre: a ser, irremediablemente, limones “don nadie”.

Por todas las ciudades hay muchísimos limones de calle; caídos y vencidos sobre adoquines y suelos inmisericordes.

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