Así como Alexandr Pushkin es el patriarca indiscutido de la poesía rusa, Nikolai Gógol (1809-1852) es el padre natural, por así decir, de la correspondiente narrativa. Decía Fiódor Dostoievski que la tradición íntegra de la prosa rusa podía remontarse a este autor, y en concreto a El capote (cuyo argumento, por cierto, sería recogido en una de las obras maestras absolutas del cine italiano: la película homónima realizada en 1959 por Alberto Lattuada.) La obra novelística del propio Dostoievski en su primera etapa (Pobres gentes, El doble, El señor Projarchin) debe mucho, en efecto, no solo a esa obra, sino también a otras del mismo autor, tales como La nariz, La avenida Nevski, Diario de un loco, etc.
Gran maestro de la palabra escrita y dueño de una prodigiosa capacidad de observación, Gógol era capaz, como dice el historiador Marc Slonim, de “reproducir sonidos, olores y formas con una brillantez verbal y fonética casi misteriosa”. Era un hombre muy particular, que en su corta vida no conoció nunca mujer, entendiéndose lo de ‘conocer’ en la hipócrita acepción bíblica de la palabra. A juzgar por sus propias manifestaciones, se pasó buena parte de su edad adulta aterrorizado por el tedio y la tremenda mediocridad de su propio entorno.
Llegó un momento en que experimentó un auténtico horror de carácter semi místico ante lo que él solo percibía como estupidez y vulgaridad de la mayor parte de las vidas humanas. Puesto a escribir, lo hacía como sumido en trance, en raptos de inspiración, obedeciendo a misteriosos impulsos inconscientes, como un sonámbulo. Y así, muchas de sus páginas parecen propiamente transcripciones de sueños o pesadillas. Por lo demás, era un tipo muy ambicioso, dominado por la vanidad y el orgullo que le producía la excepcional posición que ocupaba en las letras rusas.
Pero, por lo visto, y en esto quiero detenerme un poco, siempre iba más lejos con sus obras de lo que pretendía. Hombre muy respetable y de orden como era, de mentalidad profundamente conservadora, se asombraba del carácter disolvente y a veces poco menos que revolucionario que adquirían los productos de su numen, a juzgar por los efectos y repercusiones que tenían en el público. El caso es que el bueno de Nikolai se asustaba mucho y muy sinceramente por los propios monstruos que él mismo paría, y sin tener plena conciencia en el momento de parirlos de que eran en efecto monstruos los que paría.
Tomemos el caso de su comedia El inspector, cuyo argumento, como el de las Almas muertas, le fue sugerido por una obra de Pushkin. Tenía Gógol apenas 27 años cuando estrenó esta pieza suya en San Petersburgo ante un muy selecto y bien trajeado público. El espanto y la conmoción que produjo la comedia fueron tales que el autor no se lo podía creer. La mayor parte de los distinguidos espectadores estaban indignados.
El pobre Nikolai intentó justificarse torpemente por aquella fechoría suya. Pretendió probar que su sátira no tenía nada de subversiva y que él mismo, Nikolai, seguía siendo, como siempre lo había sido, un obediente súbdito del Zar y una fidelísima oveja de la Iglesia Ortodoxa. Al propio tiempo, se daba cuenta de que su obra era muy bien acogida por los enemigos del régimen, los cuales, aun recluidos en el subsuelo como estaban, eran sin embargo capaces de lograr en ocasiones que se oyesen sus tenues y amordazadas voces. El caso es que Gógol quedó tan sumamente asustado y afligido que cayó enfermo, y finalmente optó por poner tierra por medio y huir al extranjero.
A este extraño fenómeno literario, en virtud del cual la obra artística se impone y “niega” la propia ideología del autor, Engels (solo que poniendo el ejemplo del muy reaccionario Honoré de Balzac) lo llamaba “triunfo del realismo”. Se diría que en tales casos los frutos literarios de un autor se rebelan contra el mismo autor, cobran autonomía y significación propias, y resultan ser a fin de cuentas de signo político contrario al de los sanos propósitos bien pensantes que les han dado a luz.
En el caso de El inspector, ocurrió por lo visto que, pese a los buenos propósitos de Gógol, que se había esforzado en caricaturizar y deformar a los personajes casi hasta lo grotesco, tales personajes aún seguían siendo reconocibles, y fueron de hecho reconocidos como figuras familiares de la sociedad rusa. Resultaron ser tan verdaderos y típicos que el público captó enseguida y sin dificultad la “brutal sátira social” que allí se encerraba. Se diría que el propio régimen zarista se conmovía en sus cimientos ante la feroz embestida de una obra como aquella, cuyo “radical” significado político hacía que palideciesen todos sus otros posibles méritos.
Refugiado en Roma, Gógol siguió escribiendo la que sería su obra magna, Almas muertas. Pretendía que fuera una alegre novela de carácter picaresco, sin mayores garambainas ni complicaciones. Sin embargo, antes de salir de Rusia, le había leído a Pushkin el primer capítulo, y el gran poeta, tras reír con algunos pasajes, había exclamado: “¡Ay, Dios mío! ¡Qué triste es nuestra Rusia!” Lo que desde luego no contribuyó gran cosa a tranquilizar al asustadizo Nikolai.
Así que, mientras avanzaba en la escritura, fue asaltado por todo tipo de escrúpulos y todas las formas imaginables de la angustia moral y religiosa. Como escribe el citado Marc Slonim, «estaba atormentado por complejos patológicos, enfermedades reales e imaginarias y una agonía mística”. Permaneció entregado agónicamente a la elaboración de aquel texto durante los años que van de 1836 a 1841.
Finalmente volvió a Moscú para supervisar la edición del libro, que fue cruel y ampliamente censurado. Pese a lo cual, cuando por fin vio la luz en 1842, causó verdadera sensación. El famoso crítico Visarión Bielinski la saludó con alborozo. “Es una obra –escribió— tan verdadera como nacional y despiadada; despoja de velos a la realidad…” Semejante elogio, viniendo además de quien venía, sumió a Nikolai en una profunda inquietud. “¡Dios mío, qué diabólico libro he escrito esta vez!”, debió de pensar. Y es que, en efecto, de nuevo las implicaciones históricas, sociales y políticas de la novela habían ido mucho más allá de las modestas intenciones del autor.
El protagonista, Chichíkov, es un muy respetable estafador dedicado a viajar por Rusia en busca de “almas muertas”. Tales almas eran las de los siervos fallecidos por quienes sus amos debían pagar impuestos hasta que los óbitos fuesen legalmente reconocidos a raíz de la elaboración de un nuevo censo oficial. Chichíkov compra por cuatro perras o kopeikas las almas que puede, librando así a los terratenientes de aquellos enojosos gastos.
De este modo, nuestro avispado héroe puede mostrar luego sobre el papel que es dueño de miles de “almas” o siervos, oficialmente aún vivos, lo cual le proporciona un gran prestigio económico, le abre las puertas de la alta sociedad, le facilita la posibilidad de ampliar hipotecas, e incluso le ofrece más de una ocasión de casarse con ricas herederas. En sus idas y venidas por las tierras rusas, Chichíkov tiene encuentros diversos con hombres y mujeres de todas las clases sociales. Se topa con pueblerinos inútiles, hacendados brutales, nobles ociosos y necios que ponen a sus hijos nombres pretenciosos tales como Alcides y Temístoclus, mujeres aburridas y murmuradoras, ambiciosos oficiales ocupados en burlar la ley, charlatanes de todo estilo y condición. En conjunto, la obra ofrece un amplísimo e impresionante panorama de la realidad social rusa, es un tremedal de estupidez y gandulería provincianas.
Nunca había aparecido en el idioma ruso una novela de semejante complejidad, categoría y magnitud artística. ¿Era posible que todos aquellos mortales retorcidos y desagradables hubiesen sido creados a imagen y semejanza de Dios Nuestro Señor? ¿Era concebible que semejante desfile de monstruos y bellacos se correspondiera con la realidad social rusa? Miles de lectores tuvieron que reconocer más o menos a regañadientes que sí, que, aunque un poco deformante, Almas muertas era un fiel espejo en el que se reflejaban de manera muy viva tipos humanos con los que todos estaban de sobras familiarizados. Por otro lado, el dinamismo de la narración, la extraordinaria calidad de la escritura de Gógol, la belleza de las descripciones y el penetrante carácter burlesco de infinidad de pasajes convertían a la novela en un fenómeno literario de peculiar encanto y excepcional envergadura artística.
Liev Tolstoi escribió años después que el gran genio intuitivo y artístico de Gógol no encontraba correspondencia con su ánimo alicorto y espantadizo. Porque lo cierto es que, tras la publicación de su obra, el autor estaba aterrorizado por lo que los demás descubrían en ella. Moralmente deshecho, Nikolai buscó refugio en la meditación religiosa. El mismo año 42 volvió a Roma y se puso bajo la protección espiritual de ciertos místicos y sacerdotes católicos.
Cinco años después, para purgar sus culpas, publicó unos Pasajes selectos de mi correspondencia con los amigos, conjunto de ensayos en los que defendía la autocracia zarista y la institución de la servidumbre, se pronunciaba a favor de la pena capital y de la Iglesia Ortodoxa, ensalzaba las virtudes de la obediencia y la conformidad, etc. Es decir, reivindicaba el “orden” y el estado de cosas que tan penetrantemente había desenmascarado en obras como El inspector y Almas muertas. El pobre Bielinski, ya en su lecho de muerte, puso el grito en el cielo al leer aquello. Indignado hasta el paroxismo, escribió una demoledora carta que, aunque la censura no permitió imprimir, logró una enorme difusión clandestina.
En sus últimos años de vida, Gógol hizo enormes esfuerzos por escribir una segunda parte de Almas muertas en clave “positiva”: las estafas de Chichíkov eran al fin desenmascaradas, el muy pícaro se arrepentía de sus fechorías y era acogido con benevolencia bajo la protección de unos millonarios con corazón (también) de oro, etc. Pero Nikolai era incapaz de dar delinear artísticamente esas santas visiones. Como dice Slonim, “Mientras las escenas de redención resultaban forzadas y sin vida, volvía a sobresalir por completo cuando pintaba individuos caprichosos, glotones, badulaques y otros especímenes del zoológico humano”. El hombre estaba desesperado. Se planteaba si no sería el mismísimo Diablo quien guiaba su pluma. Volvió a caer enfermo. Era un hombre minado por el ayuno, la soledad y unos sueños espantosos. Decidió quemar casi todo lo que había escrito, practicó las más diversas disciplinas religiosas y fue incluso en peregrinación a Tierra Santa.
Arruinada por completo su salud, murió de agotamiento nervioso en el mes de febrero de 1852, con apenas cuarenta y tres años.
Artículo original de la antigua revista Alejandría Revolucionaria