La Revolución conservadora

Revolución conservadora

Se considera el 9 de agosto de 2007, con la crisis de las hipotecas subprime (hipotecas infladas en su valor real) como el comienzo de la actual crisis. Esta crisis de carácter financiero arranca en los EE.UU. durante la primera década del siglo XXI y está directamente relacionada con la llegada de George W. Bush al gobierno estadounidense. Con él se situaron en los resortes del poder los llamados neoconservadores (neocons) y cambiaron totalmente las “reglas del juego” que, aparentemente, regían el mundo financiero y económico pasando a actuar, descaradamente ya a favor de los intereses empresariales y llevando a la ciudadanía el mensaje de que era la única forma racional para un verdadero progreso y cualquiera que difiriese de su línea sería utópica, demoledora y contraproducente. La aceptación de este pensamiento conforma la “realidad revelada” de la nueva religión del siglo XXI.

Pero para poder entender la labor de los neocons hay que retrotraernos, ya que si hablamos de “neo” es que anteriormente existió otro grupo de conservadores. Este surgió en la década de los 80 en la llamada “Revolución Conservadora”, liderada por Thatcher en Gran Bretaña  y Reagan en los EE.UU. y rápidamente extendida. Con ellos llegó una forma de hacer política que no se limitó a los años de mandato de esos dirigentes sino que tuvo una voluntad de permanecer, fuera quien fuera el partido político al frente, y penetrando en él con independencia de detentar formalmente el poder político, es decir, que el hecho de no estar en el gobierno no suponía un cambio en la forma de hacer política, supeditando la misma a la economía financiera. Para mejor comprenderlo y situándonos en nuestro país los Boyer, Solchaga, Rubio, etc., serían el claro ejemplo de políticos, bajo otra pretendida bandera, que pasan a dirigir la economía nacional con unos parámetros totalmente opuestos a los intereses generales de la ciudadanía y con la clara intención de favorecer los empresariales de donde procedían profesionalmente y a donde retornan tras su paso por la política. Hay otros que no proceden del mundo empresarial sino, en algunos casos, de sectores sindicales o reivindicativos, y que no dudan en sumarse a los beneficios que les proporcionan sus actuaciones y el lugar al que han conseguido escalar, e inciden en la opinión pública que es el único camino posible para no sabemos muy bien qué cambio o progreso. Lo que sí está claro es que perjudica a la mayoría social y merma los derechos conquistados con mucho esfuerzo. Como el nombre de “conservador” no les parece muy vendible adoptan el de “liberales”, con reminiscencias más cercanas a la libertad que realmente buscan cercenar. El ensayo general de sus políticas lo habían puesto en práctica con el golpe de estado en el Chile de Allende.

En las décadas anteriores, debido a la existencia de otro bloque de poder, como era la U.R.S.S. y su área de influencia, y en un contexto de Guerra Fría, los estados occidentales crearon el llamado Estado de Bienestar. El espíritu de éste consistía en la idea de que los ciudadanos, por el mero hecho de serlo, debían de estar protegidos por el Estado por lo que se instituyeron diversos derechos universales como una Educación y Sanidad públicas, entre otros, y para sostenerlos una Función Pública que pronto se destacó en sus condiciones de trabajo dando un salto cualitativo en los derechos de los trabajadores que se constituyeron en un ejemplo para el ámbito privado. Con esta estructura de servicios, ofrecidos principalmente en Europa Occidental por su cercanía a la U.R.S.S., se consiguió desactivar las pretensiones de la clase obrera que fue desechando la idea de una Revolución Social al proporcionarle el Estado muchas de sus demandas históricas, adormeciéndola con una pasividad y aceptación que posteriormente han pasado su dolorosa factura.

En realidad, el Plan Marshall, nombre del Secretario de Estado de EEUU que lo subvencionó, nace del temor de una Europa bolchevique ante la fuerte implantación de los partidos comunistas en países como Francia o Italia. Es más, se invitó a adherirse al citado Plan a países del Este (en el caso de Polonia y Checoslovaquia, la U.R.S.S. tuvo que ejercer una fuerte presión para que no entraran) a cambio de unos serios controles externos de sus economías y una penetración de sus exportaciones. No es pues el resultado de una lucha, sino una concesión, un freno a un peligro que veían para sus intereses; financiaron algo que no tenían en su país y que ahora sus clases más desfavorecidas siguen reclamando en EE.UU. cuando ya en Europa han logrado que esté en retroceso, aún observando que el gasto en, por ejemplo, la Sanidad Pública es además más barato que el realizado en el sector privado. Y todo en aras de una pretendida “libertad”.

Durante esas décadas, los grupos conservadores cedieron por el miedo que provocaba una alternativa real y creciente en un bloque de países como los de Europa del Este (y varios de Asia, África y América) y toleraron, sin apenas resistencia, la creación de unos servicios sociales universales que en realidad eran antagónicos para su forma de pensar. En la década de los 80, y ya con ese miedo alejado por la caída del Muro de Berlín, apostaron fuertemente por la llamada “Revolución Conservadora” con la que se pretendía la reducción de las decisiones del Estado en la economía y por una regresión en el Estado del Bienestar, liquidando el sector empresarial público a través de las privatizaciones. Es decir, más que una revolución, se puede considerar una “restauración” de la situación clásica.

Durante la década de los 90, los principales teóricos de los conservadores tuvieron que dejar, aparentemente, la Administración en los EE.UU. con la llegada de Bill Clinton, y en otros países por el acceso a los gobiernos de opciones pretendidamente progresistas.  Es el resplandor de la Nueva Economía, crecimiento espectacular de la productividad a través de las utilizaciones masivas de las Tecnologías de la Información (T.I.C.), revolucionadas por la comercialización de Internet y el avance digital, lo que inyecta una ilusión en el sistema capitalista. Pero, en realidad, ya habían ocupado los resortes de los Estados y mantuvieron decidida y descarnadamente su sumisión a los intereses empresariales como guión de su actuación.

Retomando el hilo, los teóricos de la Revolución Conservadora de la última parte del siglo XX se transforman en los neoconservadores, o según se autorrotulan, “neoliberales” del principio del siglo XXI, después de su aparente ausencia del poder durante casi una década. Con la llegada de George W. Bush, los más destacados teóricos neocons toman las riendas del poder y se encuentran con los nunca suficientemente aclarados atentados del 11 de septiembre, entendiendo desde el primer momento que la catástrofe terrorista configura una oportunidad única para aplicar su programa neocon. Se configura la “ECONOMÍA DE GUERRA”, que es la más rentable para el capitalismo, mediante el MIEDO COMO PRINCIPAL ARMA, imbuido a la población a través de los medios de comunicación. Si analizamos fríamente ¿cuántas vidas se cobra el terrorismo? Infinitamente menos que, por ejemplo, los suicidios o cualquier otra causa que se nos pueda ocurrir sin que, por ello, hagamos de ese motivo el eje de la política mundial. Se utiliza al terrorismo porque infunde miedo y resignación. La política de Defensa y de Seguridad Exterior fue su principal objetivo al mismo tiempo que reducir el pequeño Estado de Bienestar norteamericano, hasta hacerlo desaparecer, y el paulatino recorte de las libertades cívicas. Esta pretensión se traslada simultáneamente a Europa Occidental, la que en la actualidad está vigente con más fuerza y vigor mundialmente.

Además, en este periodo, se produce el fin de la estabilidad del sistema. El mundo consume por encima de su capacidad de crear riqueza, no se respeta la SOSTENIBILIDAD. Desde esos momentos estamos consumiendo por encima de lo que se produce, robando a las futuras generaciones. Los llamados países emergentes (China, India, Brasil, etc.) reclaman también su parte y el capitalismo sigue con su crecimiento desbocado. La compresión hace que la crisis se empiece a sentir en el Primer Mundo y éste será el camino que queda por delante, pues ya no puede seguir trasvasándola al Tercero, que está exhausto, y no es posible esquilmarlo para lo que se pretende. NUNCA PODRÁ VOLVERSE A LOS NIVELES DE CONSUMO ANTERIORES.

Para luchar contra la crisis, lo primero es informarse de qué está pasando y de quién está actuando para que pase. Para hacer algo contra la crisis que nos estrangula, además de informarnos, hemos de abandonar la creencia de que se trata de un problema lejos de nuestro entendimiento. Los dirigentes políticos, de todos los lados, han demostrado repetidamente que no quieren que nos enteremos. El conocimiento de la Historia es necesario para poder entenderla.

Hagamos un poco de reflexión de cómo y cuál es la situación actual. Con la globalización, el poder ya no se representa del mismo modo; es horizontal, no jerárquico y tiene forma de “red”. Con ella el poder no siempre tiene que manifestarse autoritario, sino que utiliza los mecanismos de la manipulación para ejercerlo de forma consensuada. Cuanto más despersonalizada y global es la naturaleza del poder dominador, mayor impotencia producirá en quienes son dominados. El poder se ha desplazado de lo político, espacio dominante en la mayor parte del siglo XX, hacia otros lugares más impersonales, opacos, sin rostro, como los MERCADOS. La única verdad es que la política  se ha convertido en el tercer poder ya que antes emergen los verdaderos poderes fácticos vigentes hoy en día: los mercados y el PODER MEDIÁTICO, en manos del anterior. De esta forma observamos cómo el poder fáctico predominante del siglo XXI es el “PODER FINANCIERO”, que utilizan como instrumentos de dominación: un poder económico IMPERSONAL, al cual no  vemos la cara.

Oculto en los llamados paraísos fiscales, el verdadero poder permanece OPACO. Pero, ¿quiénes son? A nivel mundial los mismos de siempre: los Rothschild, Morgan, Rockefeller, Moses Israel, etc., a los que actualmente se suman todos los locales de cada país. Como no están a la vista, no se les puede “escrachar” como antes se hacía, y ese papel se lo dejan para que lo sufran, en todo caso, a sus capataces-políticos.

Contemplemos, en síntesis, aquello de sentido común, tratando de huir de cifras mareantes, que las hay, para abrir después un debate que, realmente, sea lo importante y nos enriquezca a todos. Para ello comencemos por el principio. El poder se da cuando existe una situación de desigualdad, por lo tanto puede decirse que todo poder conlleva una conspiración permanente contra el débil, esperando que lo siga siendo de forma permanente. El poder evoluciona con el tiempo, adoptando en cada momento una faz diferente, no siendo igual ahora, en la era de la globalización, que en la época feudal o durante el nacimiento de los Estados-Nación.

En cada sociedad se da una encrucijada entre distintas instituciones o grupos por la lucha del poder. Los llamados poderes fácticos cambian con el tiempo, son el conjunto de instituciones que tienen fuerza de hecho para influir en la política de un Estado; a los poderes fácticos tradicionales (la Iglesia, los ejércitos, la banca) hay que añadir ahora otros muchos como la Judicatura, los Mercados, los Fondos de Inversión, LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN, en muchos casos más determinantes que los anteriores.

Éste es el resultado de la evolución de aquella “Revolución Conservadora” y su meta: la ocupación de los espacios de decisión, poder y control de la sociedad. Sus sostenes más eficientes: los Ejércitos y las Fuerzas de Seguridad del Estado bajo su control, y los Medios de Comunicación Social como su altavoz.

¿Las herramientas más eficaces para conquistar nuestra Libertad?: la formación, la educación y el conocimiento con un espíritu libre y no doctrinario.

 

Nota.- Para mejor conocer cómo se realizó el “cambio” es recomendable la lectura de “El Establishment” de Owen Jones. Aunque centrado en Gran Bretaña la actuación es similar en cualquier país.

 

 

 

 

 

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