Mucho marketing y pocas nueces en el Paisaje de la Luz

Yo creía que vivir junto a un lugar considerado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO me iba a llenar de orgullo y satisfacción. Uno no siempre tiene la oportunidad de sentirse orgulloso de esta Villa de Madrid o de sus habitantes, pero lo cierto es que el reciente reconocimiento del Paseo del Prado, del parque del Retiro y de lo que hay entre ambos, a lo que algún cursi experto en mercadotecnia ha llamado Paisaje de la Luz, me ha dejado bastante frío. Así que he decidido salir a pasear por la zona a ver si la veía diferente o especial, ahora que se reconoce “la excepcionalidad de uno de los primeros paseos arbolados de Europa diseñados para el disfrute de los ciudadanos”.

Accedo al Retiro por la entrada más incómoda y fea de todo el parque, la de las escaleras que suben desde la plaza de Mariano de Cavia. Recorro el Paseo de Coches, rodeo los jardines de Cecilio Rodríguez donde los pavos reales no dejan de gritar ¡qué no, qué no!, me acerco al Palacio de Cristal y salgo a parar al Estanque. Conozco este parque como la palma de mi mano pues me he criado a sus faldas: lo he recorrido tanto en triciclo como en bici, es el sitio donde besé por primera vez a una chica, me he emborrachado entre sus setos cuando aún se podía hacer botellón e incluso me casé aquí. Pocas sorpresas me depara ya, pero hoy veo algo en lo que antes no me había fijado.

En el Paseo de las Estatuas, el que une el estanque con una de las salidas del parque, están representados numerosos reyes que han tenido los diferentes reinos que ha habido en España. En un principio, todas esas estatuas iban a adornar la fachada del Palacio Real, pero dado el elevado peso de todas ellas, se decidió colocar algunas de ellas en el Palacio de Oriente y en este lugar del Retiro. Y allí están junto al estanque los muchos Sanchos, Alfonsos, Enriques y Fernandos. Pero un pedestal, el más próximo al estanque, no sostiene ninguna estatua y quiero pensar que es un monumento al mejor rey que hemos tenido: el que jamás existió.

Una vez atravesado el parque, me adentro en el barrio de los Jerónimos, un lugar que quiere ser París y casi lo consigue. Llevo años diciendo que quiero vivir en esta zona tan señorial, desde que vi en “Martín (Hache)” las veladas etílicas de Federico Luppi en su azotea con vistas al Retiro. Yo creía que quería vivir en ese ático cuando en realidad lo que quería era tener amigos tan ácidos como Eusebio Poncela y amantes tan desesperadas como Cecilia Roth.

En medio del barrio, como si le hubieran hecho un hueco los otros edificios, está el Salón de Reinos, uno de los pocos restos que quedan del Palacio del Retiro original. En su entrada me encuentro con más estatuas de reyes de esas que no pudieron colocar en el Palacio Real, como queriendo decir que hemos tenido demasiados y ya ni sabemos qué hacer con ellos. Este edificio sigue abandonado desde que dejó de ser Museo del Ejército, hará unos 20 años. Ahora existe un proyecto de Norman Foster para ampliar el Museo del Prado, pero los obreros no están ni se les espera. En su fachada sur, la que va a quedar demolida, un cartel quemado por el sol enseña algunas estancias interiores, pero quedan muchos años para que podamos verlas con nuestros propios ojos. En esas salas se exponía, entre lanzas, armaduras y mosquetes, el coche destrozado en el que Carrero Blanco dio un salto de cuatro pisos. Aunque la muerte de un fascista siempre me parece motivo de regocijo, encuentro algo macabro que hubiera gente que esperara cola y pagara una entrada para ver los restos de un coche en el que, además, murió un chófer de 33 años.

Trato de no mirar el horrible claustro de los Jerónimos que Rafael Moneo pergeñó y llego hasta el Paseo del Prado que, como buena calle madrileña en agosto, está en obras. Incluso la fachada principal del Museo del Prado está llena de andamios. Parece que tanto el Paseo como el Museo quieren ponerse guapos ahora que son Patrimonio de la Humanidad, pero han llegado tarde, como siempre sucede. La puerta de Sabatini que da acceso al Jardín Botánico está también rodeada de vallas, máquinas excavadoras y aseos portátiles. Es una puerta que lleva años, décadas cerrada, pero una de las pocas veces en que la abrieron tuve que apostarme allí para dar paso exclusivamente a quien tuviera entrada para el evento que organizábamos en el interior del jardín. Allí descubrí lo divertido que es prohibir algo a la gente.

Aunque es una de mis zonas favoritas de Madrid, sigo pensando que el título de Patrimonio de la Humanidad le viene grande a este sitio. Me cuesta ver que esto esté a la altura de las pirámides de Egipto, de Machu Picchu o de la Alhambra de Granada. El Paseo del Prado es una de las principales arterias de la capital, una calle por la que pasan miles de coches en cualquier momento del día, exceptuando las pocas horas en las que se cierra el tráfico los domingos. Hace años quisieron reformarla, pero fue entonces cuando Carmen Cervera se encadenó a un árbol y todo se paró. Sigue llena de museos y de estatuas: la de Apolo, la Cibeles, Neptuno… Hay incluso un monumento dedicado a los trabajadores autónomos (os lo juro). Pero mientras este paseo esté dominado por los coches, seguiré pensando que, si a esto lo han nombrado Patrimonio de la Humanidad, es porque alguien nos debía algún favor.

Pradilla y Ortiz, Francisco. Doña Juana la loca. 1877. Museo del Prado, Madrid.

Así que entro en el Museo del Prado, que no es Patrimonio de la Humanidad puesto que, al parecer, los museos no pueden optar a ello. Tras una ligera reorganización de sus salas, encuentro El jardín de las delicias más majestuoso que nunca. También aprovecho para presentarle mis respetos a la Mona Lisa, que es mucho más guapa que la que tienen en París, y me divierto con la anomalía de ver un Picasso junto al Caballero de la mano en el pecho. Pero donde más disfruto es en las salas del siglo XIX, donde han aparecido maravillas que estaban ocultas en los depósitos del museo. Y, como siempre, me conmuevo con la mirada desolada de la reina Juana I de Castilla ante el ataúd de su marido y con la dignidad del General Torrijos, junto a sus compañeros de conspiración, dando la espalda al cobarde pelotón que está a punto de fusilarles por orden del rey traidor al que ellos mismos coronaron. Este sí es mi patrimonio de la humanidad.

Gisbert Pérez, Antonio. Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga. 1888. Museo del Prado, Madrid.

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