La Petra, historia de una mujer represaliada

En la España franquista de la postguerra una simple foto podía ser tu perdición

– ¡Encarna, que preguntan por la Petra!

-¿Cómo?

-¡Que la Guardia Civil está preguntando a toa la calle por tu hija, Encarna!

Y de pronto, el zumbido de doscientos abejorros se instaló entre sus oídos y su cerebro. Su corazón se paró y al instante volvió a latir con tanta fuerza que se llevó la mano al pecho pensado que se saldría de él, como el piececino de su Petra cuando la llevaba en el vientre.

La gente no la creía cuando decía que, alguna vez, había podido entrever el talón y los dedos de su muchacha por debajo de su piel cuando daba patadas. Nadie la creía y todos la miraban con esa especie de compasión de beata que tanto odiaba. Pero ella lo había visto con sus ojos. Esa niña tenía fuerza e ímpetu. Esa niña había salido a su padre. En los ojos, en el pelo y en el mirá.

Ay, la su Petra.

Y, de golpe, volvió de nuevo a la realidad. Y en la penumbra que dan las cuatro de la tarde en esa casa, sintió miles de agujas en sus gemelos. Sintió doblárseles los corvejones y, como quien palpa a tientas la pared para no hocicar en la penumbra, agarró la silla y curvó su cuerpo buscando el equilibrio que había perdido con esa voz en eco que aún resonaba por detrás de su piel y que bajaba a la altura del diafragma: «que preguntan por la Petra».

Su Petra era una muchacha muy risueña, muy alegre y muy sensata. No era mucho de enamorarse porque no era de ésas que se las lleva el arrebato y se lanzan a vivir el amor con el primero que les dice algo bonito. No, la su Petra no era así. La su Petra se pensaba mucho las cosas, siempre estaba dándole vueltas a todo y a todos. A la su Petra ya le habían engañado alguna vez y, aunque parecía muy confiada, tenía mucho recelo de entregarse así como así.

Y por eso, cuando después de muchas preguntas y miradas de reojo, su hija le soltó que había conocido a alguien, se estremeció porque, como madre, sabía que se había enamorado de verdad y que no iba a ser de un pardal cualquiera del pueblo. Porque la su Petra no era fácil y los mozos de allí estaban como alelaos pero… ¡Ay del que se la llevara! Iba a encontrarse con una mujer hecha y derecha, iba a encontrarse con… ¿cómo decía el pobre del su Paco?…sí, iba a encontrarse con “una compañera para todo”.

¡Ay, diosanto!

Y de pronto recordó el grito en el cielo que dio cuando ese día le dijo que era de uno de esos de la sierra. ¡La madre que la parió!, ¿para qué la mandaría a lavar a la charca?, ¿por qué no fue ella al lavadero? ¡A su hija no, por favor!

Allí fue donde la Petra conoció a ese muchacho forastero que estaba con los huidos. Y allí empezó el tormento de su chiquilla: los nervios, las risas que se le escapaban mientras pelaba las patatas, las idas y venidas que le traían ojeras en sus ojinos pero que la ponían bien guapa, las dudas, el mirar por la ventana, los peinados nuevos que se hacía, las ganas de hacerse aquella foto con las muchachas de la escuela…

Ay, la su Petra.

Cómo se acordaba de esa noche en la que Petra tuvo que irse a Plasencia para coger el coche a Madrid. Iba tiritando, temblando como un perrino chico y con las pocas perras que tenían escondidas en el morral. Y ella abrazada a su hija para darle calor, para darle consuelo pero, sobre todo, para convencerla y convencerse de que era la única solución para que viviera. Ya se habían llevado a su marido hacía unos años y con su hija no iban a hacer lo mismo.

Después de aquella noche, de los abrazos y de sentir un quemón frío en el pecho que aún le duraba, no sabía nada de su hija, no sabía dónde estaba, ni con quién, ni si había llegado a Madrid, ni si tenía frío, si tenía hambre, si alguien la cuidaba, si estaba sola, si estaba bien, si la iba a volver a ver, si la habían cogido, si estaba… ¡No! ¡Eso lo hubiera sentío porque era la su Petra!

Ay, la su Petra.

Ojalá se la llevaran a ella y dejaran en paz a la su Petra. La echaba tanto de menos que le dolía hasta pasar por la cama suya, le dolía echar sólo un puñao de arroz y no tres, como cuando estaba ella porque le encantaba el arroz, como a su padre…Le dolía hasta despertarse y saber que no tenía que moler el café de la Portuguesa porque sólo Petra lo bebía; le dolía no hablar con ella, no escucharla en silencio, no poder abrazarla y besarla y reñirla.

Le dolía no tener a su hija al lado, le dolía no tener a su marido al lado, le dolía que, de golpe, toda su vida se había desmoronado y la más infinita tristeza y el más absoluto miedo se habían metido en su cuerpo como el borbotar de las palomas: continuo y constante. Le dolía la su Petra y el su Paco. Le dolía la injusticia, le dolía porque no entendía nada, porque no sabía porqué era malo ser de la Casa del Pueblo, saber leer, pensar diferente, ser justo, ser pobre. Le dolía porque esos hijos de puta le habían quitado todo. Le dolía ya no tener a nadie al que llamar “su”.

¡Ay, la su Petra!

P.D.: Se llamaba Petra y su foto fue encontrada por una patrulla de la Guardia Civil, y fuerzas paramilitares de falangistas, seguramente, después de un enfrentamiento con una partida de guerrilleros “en el límite de Cáceres y Badajoz, en su confluencia con Toledo y Ciudad Real”. El llamado “Relámpago” la llevaba en su libreta cuando, en el ataque, se le cayó. El Gobernador Civil de Cáceres mandó una orden de búsqueda y captura contra ella en 1944, estimando que podría ser enlace de maquis.

Fuente: Archivo Histórico Provincial de Cáceres, Fondo Interior, Gobierno Civil, Expedientes Confinados y Deportados (2.893:1).

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